jueves, 30 de diciembre de 2010

Apuntes escépticos para el 2011

La primera anotación en la agenda de este flamante 2011 es que hay que desconfiar de los pronósticos. Le ofrezco al lector dos ejemplos, entre cientos, de previsiones económicas fallidas.

Ejemplo uno. En México, al final de 2009, los expertos del sector privado que mes a mes responden la encuesta de expectativas del Banco de México esperaban un impacto inflacionario severo en 2010, a causa de los ajustes realizados en algunos impuestos federales, de las alzas graduales en el precio administrado de las gasolinas y el diesel y de los aumentos en las tarifas del transporte público en diversas ciudades, incluida la capital del país. De esta forma, su pronóstico de inflación anual para 2010 era en ese entonces (diciembre de 2009) de 5.04 por ciento. Las cosas no resultaron así: la inflación anual de 2010 sin duda será menor que dicha previsión.

Por lo que hace a las expectativas de crecimiento económico se diría que los expertos también fueron particularmente pesimistas; según este grupo de analistas el PIB de México crecería durante 2010 sólo 3.1 por ciento. Hoy, nadie duda que dicho crecimiento resultará de 5 por ciento o ligeramente mayor.

A lo largo del año los analistas mexicanos tuvieron que ir ajustando, a la baja en el caso de la inflación y a la alza en el caso de los crecimientos de la economía y del empleo, sus previsiones.

Ejemplo dos. Un caso aún más dramático. En enero de 2010 las probabilidades que los mercados de deuda otorgaban a un “default” de la deuda de Irlanda – de acuerdo con los precios de los CDS, “Credit Default Swaps”, de la deuda gubernamental de ese país- eran de sólo 1.6 por ciento. Once meses después, en diciembre de 2010, tales probabilidades, medidas por el mismo indicador indirecto, se han elevado a 6 por ciento. Un brutal incremento de las percepciones de riesgo en ese caso concreto.

En otros frentes las percepciones se mudaron hacia un ánimo que parece optimista.

En días recientes ha vuelto a circular en los medios de comunicación el pronóstico más o menos generalizado de que los precios del petróleo en cualquier momento rebasarán la línea mágica de los $100 dólares el barril. Puede ser, desde luego. Sólo habrá que recordar, para el anecdotario, que similares previsiones de un alza imparable en los precios del petróleo se hicieron justo los días previos a que los precios iniciarán una caída libre en el verano de 2008. Y habrá que anotar, para atemperar a los profetas, que los dólares de enero de 2011 valen significativamente menos que los dólares de julio de 2008.

Otra previsión que debe tomarse con mayor cautela es la que nos asegura que China está en un camino inexorable para ser la primera potencia económica mundial. Augurio que revela una excesiva ligereza de juicio, ya que hay indicios inocultables de que el modelo de crecimiento chino está cerca de su límite: o se hacen reformas a fondo dentro de China (incluidas en primer lugar reformas políticas) o el modelo puede reventar o cuando menos atascarse.

Y aunque pocos incurramos en el atrevimiento de mencionar esa posibilidad, no habría que descartar el escenario de que en 2011, pese a todo, la recuperación económica en los Estados Unidos sea más vigorosa de lo esperado. Contradiciendo, de nueva cuenta, la “sabiduría” convencional o “políticamente correcta”.

jueves, 23 de diciembre de 2010

La Navidad, el consumo y los amargosos

¿Es malo que con motivo de la Navidad aumente el consumo? No. Podrá ser malo que se nos olvide lo que festejamos en la Navidad, pero ¿por qué habría de ser malo que al festejar un hecho tan notable, el nacimiento de Dios, comamos mejor que otros días, bebamos mejor que otros días, regalemos cosas lo mismo nimias que valiosas a quienes queremos y con quienes queremos compartir la dicha de tal noticia?

Los “amargosos” encontrarán siempre alguna razón para detestar estas fiestas. Si se consume mucho, porque a la gente le ha ido bien, lamentarán el tosco materialismo y el desenfreno consumista; por el contrario, si los tiempos han sido malos en lo económico, dirán que no hay nada que festejar. Que la mala economía fastidió la Navidad.

Nada les complace.

La actitud “amargosa” y anti-consumo de la que algunos pedantes hacen gala en la Navidad me recuerda un chiste que, al decir de Arthur Koestler, se contaba en voz baja en 1932 en la Unión Soviética. Para comprender plenamente el significado del chiste hay que advertir que en aquella época Stalin ya había decretado la existencia de dos “desviaciones abominables” que merecían la persecución, la prisión y, al final, el exterminio: a la izquierda existía la desviación de Trotski quien pugnaba que para beneficiar al proletariado industrial debería aplicarse una política severa en contra de los campesinos; la desviación a la derecha era la de Bujarin quien abogaba por dar concesiones a los campesinos a expensas de los obreros.

Hecha la anotación, va el chiste:

“Pregunta: ¿Qué significa el hecho de que haya alimentos en la ciudad, pero no en el campo?
“Respuesta: Una desviación trotskista hacia la izquierda.
“Pregunta: ¿Qué significa el hecho de que haya alimentos en el campo, pero no en la ciudad?
“Respuesta: Una desviación bujaranista hacia la derecha.
“Pregunta: ¿Qué significa el hecho de que no haya alimentos ni en el campo ni en la ciudad?
“Respuesta: La correcta aplicación de las directivas generales del Estado.
“Pregunta: Y, ¿qué significa el hecho de que haya alimentos tanto en el campo como en la ciudad?
“Respuesta: Los horrores del capitalismo”.


Bien, los “amargosos” de la Navidad dicen que una Navidad pletórica de consumo y de intercambios de regalos significa una fiesta abominable, hedonista, superficial, agnóstica, amnésica y quién sabe cuántas cosas más. Todas cosas malas, desde luego. En resumen: una Navidad próspera es una Navidad engullida por el odioso capitalismo de libre mercado.
Pero también sostienen los “amargosos” que una Navidad austera, en la que debamos conformarnos con “regalar afecto” (como se decía en México en los aciagos tiempos de las prédicas “echeverríaco-moralistas” contra el consumo y la prosperidad) debido a que hay desempleo, pobreza e innumerables estrecheces económicas, sólo demuestra que la Navidad, una fiesta tan bella, fue engullida por los horrores que causa el capitalismo de libre mercado.

Total, hacen de la prosperidad un pecado; detestan el progreso; adoran ser víctimas sufridas y dolientes. Puritanos que tienen en los labios la frase perfecta para fastidiar cualquier celebración.

Ni modo, también con ellos, con los amargosos irremediables e irredentos, hay que contar. Y también a ellos, y muy a su pesar, hay que desearles una muy feliz Navidad.

Eso sí, que los amargosos no esperen muchos regalos porque les pueden dañar. ¡Qué horror, podrían volverse un poco optimistas! Nunca cambien.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Las llagas y el dedo

Recibí por correo electrónico la pieza de propaganda de una televisora que anuncia así algunos de sus programas de opiniones:

“El periodista Fulano de Tal pone el dedo en la llaga en el programa Equis sobre el tema sensible de los planes que había para habilitar una refinería en Hidalgo…”

Dos párrafos más adelante encuentra el lector, en la pieza de propaganda de la televisora, esta otra joya:

“El experto analista Perengano López pone el dedo en la llaga que tanto enfrenta a cineastas y escritores: llevar obras escritas a la pantalla grande…”

La primera conclusión que obtuve de esta lectura fue que el anónimo redactor de tales anuncios, además de sostener una guerra sin cuartel contra la sintaxis, tiene serios problemas con los dedos y las llagas. Se le aparecen por doquier dedos entrometiéndose en llagas purulentas.

Si dichos textos buscan entusiasmar a los desprevenidos lectores con los programas de opiniones que ofrece la televisora, sospecho que estamos ante un fracaso rotundo.

No me apetece escuchar la perorata de un “experto analista” que describa al auditorio el doloroso enfrentamiento entre cineastas y escritores por la posesión de una llaga: “Esta llaga es mía, yo la vi primero”, “¡mentira!, la llaga es de quien la trabaja”.

Mucho menos puedo imaginarme trémulo de expectación ante la pantalla de mi televisor para presenciar cómo un sesudo crítico universal mete su dedo índice (gordo y coronado por una uña lúgubre) en una llaga de aspecto nauseabundo: sangre coagulada y otras excrecencias asquerosas. Como la televisión es un medio “muy completo” en materia de sensaciones, que deja poco qué hacer a la imaginación, este dedo que se entromete en las llagas con singular fruición, debe ir acompañado de horrísonos gritos de dolor por parte del llagado.

¿Qué se supone que hace el espectador anhelante ante esta exhibición? Pegar también gritos, pero de entusiasmo: “¡Bravo!, ¡bien hecho!, ¡ya era hora de que alguien mostrase a todo color y sin ahorrarnos detalles repugnantes las llagas!, ¡que se hunda hasta el fondo su dedo acusador en ellas!, ¡duro!, ¡no te detengas!, ¡que el llagado grite hasta exhalar su último suspiro!”

Aquí debo hacer un paréntesis para adelantarme, si es posible, al regaño que me dispensará – no falla – algún avispado lector de esta columna sabatina: “No sea usted idiota, Medina, la frase ‘poner el dedo en la llaga’ es una metáfora; sólo un ignorante como usted la puede interpretar en sentido literal”.

Aclaro que entiendo perfectamente que “poner el dedo en la llaga” es un símil. Lo que digo es que es un símil imbécil y retorcido que refleja el sueño más o menos secreto que abrigamos, desde nuestros primeros pinitos, miles de aspirantes a periodistas.

Desde que estamos en la escuela, aburriéndonos con alguna clase de gramática para principiantes, soñamos que un día seremos los dueños privilegiados de un afilado dedo revelador y escrutador de llagas. “¿Qué quieres ser de grande Ricardito?” – pregunta la tía Hortensia. El niño – futuro periodista renombrado- responde con aplomo: “Lo mío, tía, será poner el dedo en las llagas; no quedará llaga que pueda ocultarse a mis inquisiciones y no habrá llaga que quede sin ser tocada por mi dedo acusador”. La tía Hortensia, caritativa, se ahorra un comentario cáustico sobre la afición de Ricardito a usar su dedo acusador más bien para hurgarse las narices.

En fin, una vocación sublime. ¿No creen?

sábado, 11 de diciembre de 2010

Cultivar el talento, el caso Vargas Llosa

El joven Mario Vargas Llosa quería escribir historias, pero muy pronto descubrió que eso no es nada fácil: “Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían”.

Por fortuna – continúa Vargas Llosa en uno de los pasajes iniciales de su hermoso y memorable discurso de aceptación del premio Nobel- “allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia” y sigue enumerando lo esencial que aprendió de la lectura atenta y esmerada de varios de sus maestros en el arte de narrar: Faulkner, Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, Sartre, Camus, Orwell, Malraux…

Pero quedémonos con esta primera lección, la de Flaubert. Es una lección crucial no sólo para jóvenes narradores o para mentes inquietas que desean ser creadoras en cualquiera de las bellas artes. Es una lección del tamaño de una catedral para todos los que habitamos en el continente de las promesas talentosas echadas a perder, ese submundo de los sueños frustrados y de las ilusiones traicionadas que llamamos compasivamente “en vías de desarrollo”.

Y la lección es esta: El talento no es lo que parece. Tal vez el primer verso genial, visto en un relámpago de intuición inmerecida, te lo regalaron los dioses, pero los versos que sigan serán basura si no nacen de una combinación que solemos detestar en estos lares: “disciplina tenaz y larga paciencia”.

Este subcontinente habitado por quienes fueron “jóvenes promesas” y hoy deambulan como viejos marchitos y amargos, prestos a culpar a los demás, a la suerte, al destino, a tal o cual gobierno, a los padres, a los maestros, a los jefes, ¡al sistema!, de su llorado fracaso.

Detestamos que nos prediquen cosas tales como la “tenaz disciplina” o la “larga paciencia”. No queremos la lección de Flaubert que tan puntualmente siguió Vargas Llosa. Reclamamos todos los dones, como hijos del Olimpo, por el solo hecho de nacer. Más tarde, cuando ello no suceda, voltearemos airados buscando quién nos la pague.

Perpetuos devotos de San Judas Tadeo, el de las causas imposibles y desesperadas, cientos de mexicanos cada día 28 de cada mes de cada año peregrinan con la esperanza inútil de que el santo logre contradecir el curso natural y lógico de las cosas. Hay quien desea escribir como Flaubert sin haber abierto un libro, quien desea revolucionar aún más la física moderna sin saber descifrar una ecuación, quien pretende prodigar el humor triste y sublime de Charles Chaplin en un escenario, ahorrándose las fatigas de horas y más horas de aprendizaje y de áridos ensayos. No se diga la legión de quienes sueñan que por los atajos de la política, de la lotería o del compadrazgo afortunado, se podrán incorporar a las filas de los millonarios de postín (por supuesto, hay ejemplos perniciosos de carne y hueso que parecerían avalar la pertinencia de tales estrategias).

Llega Vargas Llosa y destroza sin piedad, con sólo diez palabras, tantas ilusiones: “el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia”. Si Vargas Llosa hubiese dicho, en cambio, que el talento es un regalo que recibiremos cada cual al nacer porque su obligatoriedad se ha plasmado en la Constitución…tal vez no lo hubiese derrotado Alberto Fujimori en 1990.

Por supuesto, tampoco sería en tal caso el gran escritor que llegó a ser.

sábado, 4 de diciembre de 2010

¿Cómo supiste lo que no sabes? (versión modificada a solicitud de Excélsior+)

Los amantes de las teorías conspiratorias no sólo creen saber lo que no saben, y lo que muchas veces no pueden saber, sino que creen que han llegado a esa convicción siguiendo un razonamiento lógico y hasta deductivo. Aunque este fenómeno resulte patético desde el punto de vista científico, y desde la perspectiva de la búsqueda y hallazgo de la verdad, resulta también – por desgracia- sumamente común.

Tomemos un caso típico de teoría paranoica de la conspiración. El sujeto A dice: “durante los últimos meses cada vez que he tenido oportunidad he denunciado que B no sólo es incompetente para desempeñar su trabajo, sino que es corrupto; ¡qué casualidad que ahora C difunda que D ha dicho que yo (esto es: A) incurrí en actos de corrupción en mi trabajo!, ¡en estos asuntos no existen las casualidades ni las coincidencias!, la secuencia lógica de los hechos me lleva a deducir que estas acusaciones en mi contra, por demás falsas, forman parte de una campaña orquestada por B en mi contra y en represalia por haberlo denunciado!”

Lo más probable es que no haya razonamiento ni poder persuasivo que logre que “A” se aparte de su teoría conspiratoria. De nada sirve que se le diga que quien lo ha acusado no es “B” sino “D” y que quien difundió tal acusación no fue “B”, sino “C”. Dirá que “B” y “D” y “C” son una y la misma cosa. O acaso que “C” y “D” sólo son marionetas obsecuentes a los deseos del perverso “B”, quien ahora además de incompetente y corrupto resulta ser un maestro en el arte de tirar la piedra y esconder la mano.

Por supuesto, este género de teorías conspiratorias tienden a buscar, precisamente, desviar la atención respecto de la acusación de la que “A”, en el ejemplo de arriba, es objeto. Pero ese no es el asunto que hoy me interesa, sino el abismal desprecio por la lógica que tales teorías conspiratorias delatan. Para los amantes de las teorías conspiratorias el rigor deductivo que enseña la lógica es un territorio ignoto. Ello no obsta, sin embargo, para que invoquen “lo evidente” de sus paranoias y para que aseguren enfáticos que su teoría es producto de la más estricta deducción.

Deducción salpicada por cierto de falsos axiomas (un axioma es una evidencia que no requiere demostración y que, de hecho, no se puede demostrar por su misma naturaleza evidente) como ese de: “en estos asuntos no existen las casualidades”. ¿De veras?, ¿cómo lo sabes?

El incendio del Reichstag en 1933, que marcó una gran victoria propagandista nazi y fue una desgracia para la humanidad, es el mejor ejemplo de cómo estas teorías de la conspiración pueden prescindir de la lógica en la misma medida que están alimentadas por un gran aplomo al momento de mentir y por un uso astuto de los medios de propagación o comunicación; se diría que la suma de aplomo y difusión estentórea y hasta estridente termina por disfrazar todos los saltos mentales acrobáticos (atentados flagrantes contra la lógica) que caracterizan a las teorías de la conspiración.

Detecto que en los tiempos que corren vuelve a proliferar la credulidad de algunos medios de comunicación en teorías de la conspiración. El caso de las filtraciones anónimas catapultadas por internet es un buen ejemplo. Basta con que algún burócrata segundón en algún ministerio de relaciones exteriores haya externado, con total desparpajo y sin ningún rigor, alguna conjetura temeraria para que ello se vuelva noticia. No lo es. Sigue siendo chisme. Basura.

+ Nota importante: Los editores del periódico me dijeron que es contra su política editorial entrometerse en "pleitos" entre medios ajenos al mismo periódico, en este caso serian "Proceso" y "Televisa"; propuse entonces enviarles una versión del artículo que omitiese cualquier referencia a ese presunto pleito, ya que a fin de cuentas eso NO es lo relevante, sino el terrible desprecio a la lógica y al rigor deductivo e inductivo que campea en los medios de comunicación; no se diga en la política.

¿Cómo supiste lo que no sabes? (versión original)

Fue una excelente pregunta la que le hizo el viernes por la mañana Sergio Sarmiento a Rafael Rodríguez, de la revista “Proceso”, durante una entrevista radiofónica. Palabras más o menos fue esta la pregunta:

- ¿Cuál es la fuente en la qué la revista “Proceso” sustenta su afirmación de que hay una conspiración orquestada por el Gobierno Federal para atacar a esa revista?

Y la respuesta de Rodríguez fue una delicia. Invocó “la lógica de los hechos”. Esto es: más que una fuente o un dato, los editores de la revista, el propio Rodríguez que es su director, “deducen” que así son las cosas. No necesitan más.

Paréntesis indispensable: todo esto proviene de otro más de los episodios de dimes y diretes, dichos y contradichos, en los que está convirtiéndose cierto “periodismo”. En un noticiario de una televisora (Televisa) se difundió la declaración de un presunto narcotraficante actualmente preso quien señalaba que un reportero de la multicitada revista (Proceso) habría sido sobornado para que dejase de mencionar al mismo presunto narcotraficante en sus “investigaciones periodísticas”.

El reportero y la revista reaccionaron indignados asegurando que las imputaciones, que rechazaron como falsas, forman parte de una campaña de persecución del gobierno contra la revista. Termina el paréntesis.

Lo que hoy me ocupa, más que las acusaciones cruzadas, es el “razonamiento” (¿le podemos llamar así?) que esgrime Rodríguez para sustentar su tesis de la conspiración gubernamental en contra de su revista. Y me ocupo del asunto porque refleja con gran elocuencia que la lógica y el rigor deductivo que esa disciplina enseña son territorios ignotos para una gran parte de los mexicanos que opinan (opinamos) en los medios de comunicación.
Rodríguez en este ejemplo invoca “la lógica de los hechos” para darle patente de verdad a una burda paranoia. No tiene forma de demostrar – pese a lo que dice- una relación de causa-efecto entre los hechos que relaciona. Su “razonamiento” es el siguiente:

(1) El sujeto “A” (televisora) difunde que el sujeto “B” (presunto delincuente) dijo que el sujeto “C” (reportero de la revista e indirectamente la propia revista) fue corrompido para que callase lo que sabía y que podía perjudicar a “B”.

(2) El sujeto “C” (reportero y director de la revista) responden que es “evidente” (Rodríguez usó ese adjetivo) que la causa detrás del hecho (1) es que “D” (el gobierno federal) está disgustado porque “C” ha denunciado reiteradamente la mala conducta de “D” en su combate al narcotráfico y, como conjetura, “C” ha insinuado una vinculación de “D” con algunos de los grupos criminales.

En primer lugar, si eso es “evidente” como dice Rodríguez que lo es, habrá que recordar que lo evidente es indemostrable: no se deduce, se muestra y todo mundo ve la verdad que al mostrarse resplandece. Evidentes hay pocas cosas, como los axiomas: “dos es igual a dos”.

En segundo lugar, confundir la suspicacia enfermiza con la perspicacia de un verdadero investigador en busca de la verdad, es uno auténtica idiotez y una gran mentira. Sospechar no es demostrar. Si así fuese, Otelo sería un personaje de Arthur Conan Doyle (Sherlock Holmes) y no el paradigma del enfermo de celos que es el personaje inmortal de Shakespeare.

Por eso la pregunta de Sergio fue tan acertada. Es imposible que alguien sepa algo y que a la vez no sepa explicar cómo lo sabe.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Los reales memos de la real academia

Memo es un adjetivo que significa simple, tonto, mentecato. Y sólo a un grupo de memos se le pudo ocurrir, por ejemplo, que omitir el acento en el adverbio sólo y hacerlo igual al adjetivo solo, contribuye a enriquecer la lengua española.

Como escribió el enigmático colega Gil Gamés, en el diario La Razón: “En lo personal, y en lo colectivo, Gamés seguirá acentuando como le enseñó su maestra Eustolia en cuarto y quinto de primaria. Agarrarse a bofetadas con las tildes es el trabajo más ocioso e inútil a que se han entregado las academias”.

En realidad, la propuesta de los académicos consiste en un proceso de igualación hacia lo más bajo. La lógica – si a eso puede llamársele lógica- detrás de las ocurrencias de “renovación” ortográfica es la siguiente: “Dado que son numerosos quienes escriben con las patas, al grado que algunos de ellos ocupan, orondos, asientos en varias de las 22 academias de la lengua española dispersas por la geografía del orbe (esta última frase es una memez revestida de falsa solemnidad digna de un académico advenedizo), lo que procede es facilitarles la vida. Como la generalidad de los hispanohablantes no distingue entre un adverbio y un adjetivo y fue instruido – es un decir- por las huestes del SNTE o de la CNTE o sus equivalentes, complazcamos a la chusma ignorante y vociferante”.

Hablar de académicos advenedizos que suelen escribir con el donaire de un guajolote en víspera de Navidad (aunque se vean a sí mismos cual si fuesen pavos reales) no es una exageración. Considérese, por poner un par de ejemplos aleccionadores, que el señor Miguel A. Granados Chapa es miembro de la academia de la lengua en México, o que el también emborronador de papel Juan Luis Cebrían ocupa un sitio similar en la academia española.

Debe aclararse que estas nuevas “normas” ortográficas no son tales, los memos de la academia han advertido – y lo volverán a reiterar, sospecho, en su inminente aquelarre a celebrarse en Guadalajara, durante la Feria Internacional del Libro- que cada cual podrá seguir escribiendo, si eso le complace, la palabra “guión” con tilde y acentuar los pronombres ése y éste cuando considere que ello permite precisar, sin dejar lugar a equívocos, la función sintáctica que cumplen dentro de un texto.

Cada cual, si tuvo una maestra Eustolia que le enseñó a escribir con decoro, podrá seguir haciéndolo. ¡Qué alivio! Esto es: los memos de la academia sólo (nótese el acento, que es adverbio) están dando permiso a quienes escriben con las patas para que lo sigan haciendo así sin sentirse abochornados. Son memos, pero también progresistas retro de izquierda.

Ahora bien, los memos de la academia, en especial los que llegaron a su sitio merced no a su conocimiento de la lengua, sino a las ínfulas adquiridas en el emborronamiento de editoriales y columnas, harían mejor en desasnar a otros de sus colegas redactores de periódicos, por ejemplo al que escribió esta barbaridad en el periódico El Economista: “Pacheco discrepa con cambios en nueva Ortografía Española” (así, como lo leen). Ese redactor anónimo usa las preposiciones con el mismo extravío verbal del que hacía gala el nefasto presidente mexicano Luis Echeverría en sus fatigosas peroratas. No, improvisado redactor, jamás se discrepa “con”, se discrepa siempre “de”. El pobre José Emilio Pacheco, si acaso leyó el engrudo que armaron con sus declaraciones, debe haber caído enfermo a causa de la aflicción.

sábado, 20 de noviembre de 2010

La revolución, una metáfora fallida

Hace unos días estuvo Paul Krugman en México y, en recuerdo de los tiempos en los que solía hablar como economista y no como un aguerrido militante del ala radical del Partido Demócrata, descubrió el agua tibia: México, dijo, no encaja en el actual patrón de las economías emergentes más destacadas hoy. Totalmente cierto.

Los seguidores locales de Krugman consignaron en grandes titulares la observación de su maestro, aunque no la entendieron en absoluto. No advirtieron – seguramente porque minutos después alguna centenaria y polvosa “novedad revolucionaria” los distrajo- que detrás del hecho señalado por Krugman está la crítica más demoledora que se puede hacer a esa metáfora fallida de la historia oficial que llamamos “revolución mexicana”.

Digámoslo de una vez: Si se desea culpar o agradecer a alguien por el hecho de que a México le sea imposible pertenecer al glamoroso grupo de los países BRIC (Brasil, Rusia, India y China) es a la dichosa “revolución mexicana”, en especial en su vertiente campesino-justiciera plasmada en esa receta infalible para el atraso y la pobreza que se llamó “reforma agraria”.

Recuérdenlo: Brasil jamás hizo una reforma agraria. Y esa ha sido, con el tiempo, una de sus grandes ventajas en la competencia mundial.

Dicho de manera positiva: México adquirió una vocación de productor de manufacturas de exportación, volcada de forma dominante hacia los Estados Unidos, y no una vocación de país exportador de materias primas o “commodities” como Brasil, gracias a Emiliano Zapata (el mito), a Lázaro Cárdenas, que no sólo expropió el petróleo sino que llevó el reparto agrario a la friolera de 25 millones de hectáreas, y a otros personajes como Andrés Molina Enríquez quien estructuró teóricamente la embestida “revolucionaria” contra la propiedad privada en el campo.

Se atribuye a Zapata el haber dicho que “la tierra es para quien la trabaja”, pero resultó más cierto, en este caso, el dicho popular de que “nadie sabe para quién o para qué trabaja”. Los héroes históricos de la trasnochada progresía mexicana (el propio Zapata, Cárdenas y demás) resultaron involuntarios promotores de la estrecha integración económica de México con la industria manufacturera de los Estados Unidos. Por supuesto, ese jamás fue su deseo. Por fortuna México supo hacer de la necesidad virtud y tomó, a regañadientes, el único camino de crecimiento que le había dejado disponible la destructiva “revolución mexicana”: ensamblar bienes manufacturados – autos, computadoras, productos electrónicos - para el mercado más ávido que es el de los consumidores estadounidenses. Nos hicimos “asiáticos” por necesidad.

Esta “vocación” no ha resultado mala. De hecho, le da a México varias ventajas de largo plazo que no tienen los modelos que siguen Brasil o China; por ejemplo: permite tener una política de auténtica libre flotación del tipo de cambio lo que, a su vez, evita que la política monetaria se contamine con objetivos mercantilistas, como el de buscar una cotización cambiaria deliberadamente subvaluada para favorecer a los exportadores de bienes primarios y, de paso, mantener fuertemente castigados los salarios reales.

Está de moda, entre los sesudos analistas mexicanos, elogiar sin medida a Brasil y asegurar que, en contraste, a México “otra vez se le fue una oportunidad de despegue”. Los que así quieran verlo deben agradecérselo a la “revolución mexicana”.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Quantitative Easing Explained

viernes, 12 de noviembre de 2010

El expedito Ebrard

El centro histórico de la ciudad de México reserva un rico inventario de emociones y riesgos. Un día el caminante se puede topar de manos a boca con una algarada de vehementes y enojados protestantes del SME, aquél negocio tan apetitoso que le quitaron al señor Martín Esparza. Si el viandante tiene la desdicha de parecer “infiltrado” en la lucha social -así se dice, porque los supervivientes del “es-me” se han bautizado a sí mismos como “luchadores sociales”- se arriesga a que le rompan la boca por ser un osado enemigo de la causa de don Martín.

Otro día, el peatón descuidado camina por alguna de las calles del México antiguo y vuela por los aires una aparatosa placa metálica por causa de una explosión de cables o de transformadores eléctricos escondidos en los umbríos subterráneos del centro de la ciudad; el peatón recibe el proyectil sobre su cabeza; es algo incómodo, según cuentan. Pero es algo que pasa “muy seguido”, como dicen los clásicos recurriendo a una estadística tan popular como subjetiva.

El jueves pasado, sin ir más lejos en el tiempo, una de esas explosiones de origen eléctrico (no de las explosiones de ira de los compañeros del “es-me” que terminan a trompadas contra los “infiltrados”) lesionó a más de media docena de personas, al parecer bomberos y electricistas que habían acudido a reparar algún desperfecto. Así que nadie reproche al centro capitalino el ser insípido en materia de emociones.

Lo que sí hay que reprochar es la frecuencia con la que se suscitan los temibles estallidos con el consecuente voladero de objetos metálicos (tapas, rejas, registros, como quiera que se llamen) cual misiles dirigidos por el impredecible capricho de algún demente. De las manifestaciones de protestantes, de la deplorable sintaxis de sus gritos, de las majaderías de los “luchadores sociales” y del cierre de calles facilitado por las autoridades, mejor es no quejarse: se trata de “causas” que despiertan la simpatía de la progresía nacional y que son bien vistas, ni duda cabe, por las muy progresistas autoridades de la ciudad.

Volvamos, entonces, a las misteriosas explosiones que acechan en cualquier esquina del centro histórico. Con justa razón, tras la conflagración del jueves, el jefe de gobierno Marcelo Ebrard mostró la magnitud de su enojo: “…el grave peligro para los transeúntes, para las instalaciones, sólo comentarle que contiguo al lugar está una de las bibliotecas más valiosas de México…ahí tienen documentos que tienen siglos.”

Y sentenció: “…estamos demandándole a la CFE, de manera respetuosa pero enérgica…que se pongan inmediatamente a trabajar en el programa que asumieron, que es su responsabilidad, si no pueden que nos lo digan, ya veremos qué hacemos, ¿verdad?”

Pues sí, licenciado, es verdad. Si no pueden, que le avisen.

Entonces, si la CFE no atiende el “respetuoso pero enérgico” llamado de don Marcelo, o lo atiende y le dice: “no podemos, mi estimado”, ¿qué pasará?, ¿veremos al jefe de gobierno de la ciudad con overol y casco sumergirse en las profundidades del centro histórico (profundidades “que tienen siglos” como diría el mismo licenciado) armado de su cajita de herramientas ‘Mi Alegría’ presto a deshacer entuertos de conexiones y a sacarle brillo a las instalaciones eléctricas en el subsuelo?

Expedito el licenciado. ¿Será tan bueno para las reparaciones eléctricas como lo es para los desplantes fanfarrones?

viernes, 5 de noviembre de 2010

¿Unos vecinos o unos prejuicios?

Se diría que México hace frontera, al norte, no con un país sino con una inmensa, irritante y temible colección de prejuicios.

Prejuicios nuestros, vale aclarar, acerca de un personaje mítico, fantasma surgido de una estadística chapucera: el estadounidense medio, el “gringo típico”.

Cada cual viste al espectro con los colores que mejor sirven a sus prejuicios, a sus miedos inconfesables, a sus antipatías o a su ideología que es el peor de los casos. Para unos, el fantasma es irremediablemente tonto, aldeano, ignorante y presuntuoso. Para otros ha sido la encarnación del villano que avala nuestra vocación de sufridas víctimas perpetuas. Unos más, ponen al día el mito del “gringo típico” imaginándolo no sólo ignorante sino narcisista: un cretino que sólo se escucha a sí mismo y que ha caído en las garras de un primitivismo mental atroz, aupado en los avances tecnológicos.

Por ejemplo, el pasado 25 de octubre Jesús Silva Herzog Márquez, quien suele ser un observador objetivo y agudo, publicó unos juicios sumarios que son para dejar pasmado a cualquiera. Cito:

“Piénsese que la mayor parte de los republicanos cree que Barack Obama simpatiza con el fundamentalismo islámico y estaría de acuerdo con que impusieran su ley en todo el mundo. No es que piensen que es débil ante los terroristas, indeciso o incompetente sino que creen que es un aliado de los terroristas”.
¿De veras?

Si algún despistado lector de dicho artículo de Silva Herzog dio por bueno tal juicio producto de una estadística chapucera o fantástica (¿cómo supo que se trata de “la mayor parte de los republicanos”?) debe estar en estos momentos aterrorizado: esos fanáticos irracionales, dispuestos a creer la conseja más descabellada, serán ahora mayoría en la Cámara de Representantes. Ésa sería la conclusión inevitable si hemos “comprado” la versión de Silva Herzog. Pero en realidad más que alarmarnos respecto de tal extremo (por demás equivocado) debiéramos estar hondamente preocupados ante la facilidad con la que uno de los más serios comentaristas mexicanos descalifica de un plumazo la inteligencia de millones de votantes estadounidenses.

En este caso Silva Herzog Márquez parece haber sucumbido sin espíritu crítico ante una gigantesca mentira. El partido republicano y la mayoría de quienes en esta ocasión han votado por dicho partido no son lo mismo que algún provocador y deschavetado comentarista de noticias de la cadena Fox, ni tal irresponsable con micrófono les representa con mediana fidelidad.

Entre los candidatos republicanos victoriosos el martes pasado, y entre sus electores, hay literalmente de todo: populistas lamentables y de dar miedo, pero también valientes defensores – contra viento y marea- de la responsabilidad fiscal; politiquillos mercantilistas más o menos palurdos y personas con el suficiente herramental analítico para promover la auténtica libertad comercial en el planeta y aborrecer las prácticas proteccionistas.

Cuidado con los análisis instantáneos basados en los atajos chapuceros del estereotipo y de la generalización gratuita. Los electores y los políticos estadounidenses, en ambos partidos, no se reducen a una legión de analfabetos.

viernes, 29 de octubre de 2010

Las “malditas mentiras”

“Hay tres clases de mentiras – escribió Mark Twain -, las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas”.

La frase de Twain (cuyo nombre original era Samuel Langhorne Clemens y que amén de ser un gran escritor fue un brillante periodista) se suele citar para prevenir a los incautos respecto del uso amañado de algunas estadísticas y acerca de la desorbitada manía de algunos reclamos publicitarios o ideológicos, consistente en convertir una colección de anécdotas en supuestas demostraciones científicas.

Tributarios de esa manía son lo mismo ciertos horóscopos a los que se adorna con numeritos que algunas extrapolaciones apresuradas, que la presunción incréible de que es posible tener un registro puntual del porcentaje de personas que tienen preferencias sexuales distintas de las que públicamente manifiestan y reconocen (algo tan descabellado como pretender saber el número exacto de adúlteros en una ciudad).

Si bien parece claro que a ese género de estadísticas se refería Twain, debo confesar que siempre me había intrigado saber cuáles eran las mentiras del segundo tipo (“malditas mentiras”; damned lies) a las que se refería el genial humorista y escritor.

Hoy, viernes 29 de octubre, finalmente identifiqué un ejemplo de ellas que se antoja perfecto y que cito enseguida.
El señor Miguel Ángel Granados Chapa publicó ayer que Guillermo Ortiz Martínez “como secretario de Hacienda de Ernesto Zedillo, organizó el rescate bancario en vez de emprender el rescate de los ahorradores e inversionistas quebrados por los errores de Carlos Salinas”. Esta afirmación no es una inexactitud, es una mentira monda y lironda. ¡Eureka!

Una “maldita mentira” es justamente eso: un engaño deliberado, una falsificación de los hechos históricos realizada con la brocha más gorda del chapucero pintor, quien embadurna escenografías de cartón-piedra con la mano izquierda y con la misma displicencia y descuido se atraganta la torta de “queso de puerco” (lo que quiera que sea ese presunto alimento) que sostiene con la mano derecha.

El “autor en comento” – para usar su mismo lenguaje de notario parroquial- jamás podrá citar caso alguno de un ahorrador o inversionista en instrumentos de depósito o inversión en los bancos mexicanos que haya perdido sus ahorros durante ese aciago periodo. No lo hay. Más aún, el rescate que con tanta vehemencia condena fue el de los recursos que ahorradores e inversionistas habían confiado a los bancos mexicanos. En cambio, la inmensa mayoría de los accionistas de los bancos existentes en ese momento hubieron de perder su capital y, por ende, sus bancos.

La enormidad de esta mentira semeja las pretensiones estalinistas de reescribir la historia, borrando de los murales las imágenes de los jerarcas del Partido Comunista de la Unión Soviética que cayeron en desgracia al perder el afecto del dictador.

Habrá desde luego quien acepte dócilmente tales mentiras malditas, alimentadas por el resentimiento y el medro político-ideológico, como hay decenas que se aferran, como a un clavo ardiendo, a los reclamos propagandísticos de zapatones cuyo uso bastaría para embellecernos y adelgazarnos o de píldoras mágicas (“la fuente de la eterna juventud”) que curan lo mismo la hipertensión que la diabetes y el cáncer.

Aunque dudo mucho que esa fuese la intención del inflado columnista debo agradecerle la revelación. Ya sé cómo son esas “malditas mentiras” de las que hablaba Mark Twain.

domingo, 24 de octubre de 2010

Liquidez y oportunidades

Es cierto que la liquidez que inunda hoy a varias economías emergentes implica riesgos y representa un desafío para las autoridades financieras de dichas economías.

También es justificado el escepticismo de quienes piensan que, para el caso de los Estados Unidos, una segunda ronda de relajamiento monetario – a través de nuevas compras que haría el sistema de bancos de la Reserva Federal de bonos del Tesoro estadounidense – no dará los resultados esperados, porque “una cosa es llevar el caballo al río y otra, mucho más difícil, hacer que el caballo beba”.

Pero igualmente cierto es que para los agentes económicos en los países emergentes que están siendo inundados de liquidez, la situación representa una oportunidad formidable, tal vez única, para obtener en condiciones inmejorables – en términos de costo – el capital que requieren muchos emprendimientos productivos, que de otra forma quedarían en eso: sólo en proyectos.

La clave para que la oportunidad no se convierta con el paso del tiempo en un desastre, sino en una historia de éxito, es que tales emprendimientos de veras signifiquen la creación de valor agregado y representen mejoras tangibles en la productividad.

Detrás de esto hay, desde luego, varias condiciones: que funcionen bien los mercados de capitales en dichas economías emergentes, que se respeten los derechos de propiedad intelectual, que se despolitice de una vez por todas el gran tema de las reformas de segunda generación, pensadas precisamente para desatar la productividad y no para inhibirla.

Pretextos para volver a fallar ante una nueva oportunidad de despegue no faltan. Uno de los pretextos más paralizantes es una suerte de pesimismo fatalista que acompaña muchas de las observaciones de los críticos consuetudinarios. Además de abrumar al paciente (a nuestras economías) con diagnósticos, esa cauda de lamentaciones nos hace perder la concentración en lo verdaderamente importante: crear valor, generar riqueza. Si se me permite la humorada, diría que estamos tan obsesionados en exhibir nuestras carencias que ya se nos olvidó por qué y para qué deseábamos remediarlas. Más aún, parecería que nos refocilamos en advertir los obstáculos y en agigantar los riesgos.

Todo ello abona, en un círculo vicioso lamentable, nuevas lamentaciones (“¿ya vieron como tuve razón en ser pesimista?”) y va solidificando la convicción, totalmente falsa, de que las cosas no tienen remedio.
Los lamentos cotidianos, a su vez, se nutren con delirios de grandeza: el pesimismo no es específico, sino totalizador. No nos conformamos con censurar lo más próximo e inmediato, sino que adornamos nuestras afiladas y despiadadas críticas con una visión más que panorámica, cósmica (y cómica), universal y absoluta.

Las oportunidades, con todo y sus riesgos, ahí están. Aprovechar la extraordinaria liquidez que ha empezado a venírsenos encima depende de que sepamos actuar con pragmatismo. No arreglaremos todos los problemas del país, no erradicaremos la pobreza ancestral, simplemente eso no está en nuestras manos. Lo que sí podemos hacer es añadir valor, vincular nuestras capacidades con los recursos disponibles.

Lo podemos hacer hoy mismo.

¿O el problema, el verdadero problema, es que no queremos hacerlo?, ¿será que la lamentación cotidiana no sólo se nos ha vuelto hábito, sino medio de vida, zona de comodidad a la que no estamos dispuestos a renunciar?

domingo, 17 de octubre de 2010

¿Hay “inundaciones” financieras provechosas?

Estamos en vísperas de presenciar una insólita operación de política monetaria para la cual los estrategas del sistema de Bancos de la Reserva Federal de los Estados Unidos (FED), encabezados por Ben Bernanke, ya se han empezado a disfrazar de ingenieros hidráulicos.

Se trata de inundar de liquidez, ¡más aún!, a la economía de ese país y del mundo, y de cruzar los dedos para que esta apertura deliberada de las compuertas obtenga los resultados anhelados: reanimar el ánimo de los consumidores por gastar, imbuir confianza (¿o temeridad?) en el talante de familias y empresas todavía endeudadas y hoy reticentes a gastar o a invertir en emprendimientos productivos, generar en los espíritus una emoción que semeja la prosperidad y que llaman “efecto riqueza”. Como resultado de todo ello se desea abatir significativamente la tasa de desempleo en Estados Unidos y en otras economías desarrolladas y que la actividad económica mundial recobre tasas de crecimiento menos desabridas que las de hoy.

Todo esto recibe el nombre clave de QE2, que quiere decir “quantitative easing two” o segunda ronda de estímulos monetarios, vía compras multibillonarias de bonos del Tesoro de Estados Unidos para engrosar, ¡más aún!, el balance del FED y, con ello, hacer descender las tasas de los bonos a largo plazo (digamos entre 0.13 y 0.20 puntos porcentuales respecto del actual rendimiento de los bonos del Tesoro a diez años, que es hoy de alrededor de 2.42%), despertar el apetito de los inversionistas por activos financieros más arriesgados pero más prometedores (por ejemplo: acciones, productos derivados, bonos perpetuos, entre muchos otros), entusiasmar a los capitalistas que suelen asociarse con los creativos inventores en la explotación de nuevos negocios a partir de hallazgos y saltos tecnológicos para que lo hagan de nuevo, generar una oleada de “efecto riqueza” (no hay nada como sentir la cartera llenita en un inmenso centro comercial) y salir, por fin, de la afición depresiva que aún agobia a tantos…

¡Caray! Preguntan los escépticos: ¿No le están pidiendo demasiados beneficios a una inundación y desdeñando sus riesgos y sus daños?, ¿no estarán jugando al aprendiz de brujo?

Nadie lo sabe a ciencia cierta. Mientras tanto, el solo anuncio de que el FED está preparado para proveer los estímulos que se requieran con tal de levantar los espíritus caídos, anuncio que se dio el 21 de septiembre, ya ha generado entusiasmos entre algunos, a la vez que está inundando de recursos inesperados (que en muchas ocasiones no encuentran “fácil acomodo”) a varias economías emergentes.

Otro efecto aún menos buscado – como los malestares que son secundarios a varios medicamentos- ha sido la revaluación no siempre bienvenida de varias divisas frente al dólar o - aún peor - tensiones y amagos de batallas entre divisas que podrían conducir a nefastas guerritas comerciales; ya se sabe: el yuan chino por estar “subvaluado” es el chivo expiatorio, divisa que tantos disgustos les causa a los vociferantes legisladores estadounidenses; aun cuando la baratura de las mercancías chinas la agradezcan muchos consumidores, también de Estados Unidos.

Provocar inundaciones es un negocio de alto riesgo, pero a Bernanke y a la mayoría de los miembros del Comité de Mercado Abierto del FED les asustan aún más los espectros del estancamiento, del desempleo elevado y hasta, ¡Lord Keynes nos libre!, de la deflación. ¿Funcionará?

sábado, 9 de octubre de 2010

“Mi” conversación en La Catedral

Sigo feliz y asombrado.

Feliz, porque la Academia Sueca ha premiado este año, ¡por fin!, a quien pudiese ser, a mi juicio, el más grande novelista en lengua española del siglo XX; grande entre grandes, por cierto.

Asombrado, porque llegué a estar convencido de que estas cosas no sucedían en el mundo real. Me parecía impensable que en estos tiempos de corrección política a ultranza los académicos suecos – que en el pasado han demostrado ser insufriblemente cuidadosos para no perturbar ni conciencias ni delicados balances geopolíticos al otorgar el Nobel de Literatura – galardonasen a un verdadero liberal que importuna con sus críticas afiladas a muchos de los ídolos lo mismo de la izquierda exquisita que de la izquierda vulgar y estridente. Pero lo han hecho. Enhorabuena. Ese premio se honra más reconociendo a Vargas Llosa que Vargas Llosa recibiéndolo.

Vargas Llosa me inició, con “Conversación en La Catedral”, la mejor novela del siglo XX en español, en el hábito fatigoso y fascinante de estudiar y amar el arte que los grandes narradores del siglo XIX (Balzac, Dickens, Flaubert, Dostoievski) parecían haber llevado a su límite. Vargas Llosa abrevó, como toda una generación latinoamericana de escritores, en William Faulkner, y resultó el mejor alumno de todo el grupo, al grado de que podría decirse que superó al maestro.

Lo propio de Vargas Llosa no es el destello genial y efímero, deslumbrante, tan frecuente en América Latina, sino la destreza técnica destilada con horas de trabajo y dedicación, de estudio amoroso del arte de narrar. La primera lectura de las grandes obras de Vargas Llosa (esas novelas totalizadoras, como Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo) se disfruta como se paladea un día pletórico de emociones, inolvidable. Pero las siguientes lecturas deparan riquezas aún mayores: el lector empieza a encontrar las claves narrativas, vislumbra los planos en el taller del artesano, comienza a entender el diseño del conjunto y se asombra de nuevo ante el cuidado trabajo detrás de cada historia entretejida con maestría. Ante el inteligente manejo del tiempo y el espacio, así como ante lo que debe haber sido una infatigable y perseverante búsqueda de la palabra precisa y del tono justo. Todo para que esa hermosa “verdad de las mentiras”, que es la esencia de toda gran narración, fuese creíble, persuasiva, vívida.

Es de esa forma que Zavalita, el negro Ambrosio, Fermín Zavala, Cayo Bermúdez, “La Musa”, Becerrita, Carlitos y tantos más cobran categoría de personajes entrañables o detestables, de carne y hueso, que marcan indeleblemente nuestras vidas. A tal grado llega la verosimilitud de los personajes en las novelas de Vargas Llosa que, por ejemplo, Cayo Bermudez – el depravado y sórdido sujeto que se vuelve el poder real detrás del dictador Odría en la novela- pareciese ser el modelo que años después seguiría en el Perú un tipo abominable como Vladimiro Montesinos, sirviendo al régimen de Fujimori y sirviéndose de él. Dicho de otra forma: Montesinos parece la caricatura inverosímil del que ya hemos vuelto un sujeto real, Cayo Bermudez, tan verosímil como detestable.

Vargas Llosa cuida hasta el escrúpulo que ninguna de sus novelas incurra en el género panfletario. Deja que los personajes vivan y sean quienes son. Y hasta en eso Vargas Llosa muestra su talante profundamente liberal.

Felicidades.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Basura y buenos deseos

El señor Marcelo Ebrard, jefe de gobierno de la ciudad de México, ha propuesto una suerte de decálogo para que quienes pululamos por la capital seamos mejores ciudadanos. Estos diez mandamientos vienen precedidos por un argumento tan obvio que provoca más bostezos que entusiasmo y que puede resumirse así: lo más eficaz para crear una cultura de legalidad no es tener más policías, sino mejores ciudadanos. Gran silogismo: si todos fuésemos ciudadanos ejemplares, no habría delincuentes; si no hubiese delincuentes, no habría delitos. Brillante.

La propuesta de Ebrard, además, recurre a la probada sabiduría de las cosas pequeñas presente en sinnúmero de proverbios, desde el que dice que el diablo está en los detalles hasta la sentencia evangélica de que quien es fiel en lo poco también lo será en lo mucho. Aplicación práctica de esta prédica: las personas que no tiran basura en la calle, que recogen las caquitas que sus perritos dejan en la vía pública, que no pegan chicles masticados y ensalivados debajo de sillas y mesas, lo más probable es que tampoco cometan delitos abominables. Suena razonable.

Eso sí: resulta por demás curioso que a través de este catálogo de urbanidad el señor Ebrard nos indique que no es responsabilidad suya, ni de su gobierno, que con frecuencia la ciudad nos parezca hostil, fea, desordenada, llena de acechanzas, disfuncional. Es culpa nuestra: somos inciviles, maleducados, hostiles, feos, descorteses, sucios, egoístas, sin valores cívicos. “Usted, sí usted, que se anda quejando de las calles inundadas cada vez que llueve, ¿no se ha dado cuenta de que eso sucede porque el otro día tiró al suelo la bolsa en la que venían envueltas sus obleas de papa, repletas de sal y de chilito piquín?”. Dicho esto, parece aconsejable que los ciudadanos no sólo empecemos a educarnos unos a otros y unas a otras (o al revés: unas con unos y otras con otros) sino que hagamos pública confesión de nuestros pecados de incivilidad. A vestirse todos de penitentes y a bañarnos en ceniza…

La cosa no para ahí. El señor Ebrard, que es muy moderno, se ha conseguido un asesor muy prestigiado para encaminar esta cruzada, es el señor Antanas Mockus (de veras, así se llama) quien a través de su firma consultora (Corpovisionarios por Colombia) le ha propuesto algunas genialidades a Ebrard. Por ejemplo, para que empecemos a tirar la basura donde debemos tirarla el señor Mockus tuvo esta ocurrencia de comprobada eficacia: empecemos a llamarle a los botes de basura en la vía pública “pozos de los deseos” y difundamos la conseja de que cada vez que uno tira un desecho en el bote de basura está obteniendo un anhelo; “pongo el envase plástico del refresco de cola en el bote de basura y seguro mañana conseguiré que Cutberto me proponga matrimonio”; “permuto tres colillas de Faros por un pase automático a la UNAM”. Negociazo. Estos asesores son geniales, de verdad.

¿Qué desearía yo a cambio de tirar la basura en el bote? Pues muy sencillo, que el gobierno de la ciudad pusiese botes de basura en otras calles y avenidas que no fuesen las del centro de la ciudad (sólo ahí los he visto). ¿O también eso, poner los botes, corre por nuestra cuenta?

Ah, por cierto, el señor Mockus fue candidato a la Presidencia de su país (Colombia) y fue derrotado abrumadoramente en las urnas por su adversario Juan Manuel Santos Calderón. Ahora Mockus asesora a Ebrard. Proverbio para cerrar: Dios los hace y ellos se juntan.

jueves, 16 de septiembre de 2010

La verdad sobre México, hoy

Los predicadores de catástrofes se ven demasiado en el espejo.

¿Sabe usted cuánto creció el ingreso por persona en México de 2000 a 2009? Cerca de 43 por ciento en dólares. No es un dato para ponerse “locos de contento”, pero está muy lejos – a años luz- de las versiones apocalípticas que nos regalan algunos académicos (que chapalean gustosos en los medios como si estuviesen en el lodo) muchos políticos (que cargan las tintas buscando llevar agua a sus respectivos molinos) y numerosos comentaristas de la “realidad nacional”, que huyen como de la peste de las buenas noticias.

Por cierto, la cifra de 43 por ciento de crecimiento del ingreso real por persona ($5,962 dólares corrientes al año en 2000 contra $8,135 dólares en 2009) está severamente castigada, para México, por la elección de los años inicial y final de la comparación. En 2000 México tuvo un crecimiento anual del PIB excepcionalmente elevado, producto en gran medida del efecto rezagado que, sobre la economía mexicana, tuvo el “boom” de la economía de Estados Unidos de 1998-1999; en tanto que en 2009, ya lo sabemos, se registró una de las más graves caídas del PIB anual, dado que México resultó particularmente afectado por la profunda recesión en Estados Unidos y por las consecuencias derivadas de la epidemia de influenza; a ello hay que agregar la depreciación del tipo de cambio peso-dólar. Así, no es aventurado pronosticar que el crecimiento del ingreso por persona para el periodo 2001-2010, en dólares corrientes, será superior a 46 por ciento para México.

Aun así, desde luego, es un crecimiento muy por debajo del potencial del país. Insatisfactorio a todas luces, sobre todo si se compara con crecimientos del ingreso por persona en dólares corrientes de más de 144 por ciento en 2000-2009 para Brasil, de más de 123 por ciento para Perú o de más de 100 por ciento para Chile.

Casi todo mundo sabe – salvo algunos políticos estridentes, varios falsos académicos que no han hecho la tarea y la legión de comentaristas catastróficos en los medios, que tampoco suelen hacer bien sus labores- qué es lo que le hace falta a México para crecer a tasas cercanas a su potencial: reformas a fondo, laboral, energética, en telecomunicaciones, educativa y fiscal.
Con eso basta.

Nuestro problema es de productividad, sin darle más vueltas al asunto. Y a ese problema se suma el de la sobre-diagnosis acompañada de una parálisis desesperante de la clase política, empezando por el PRI que parece estar más preocupado de regresar a la Presidencia de la República (para lo cual adopta como estrategia la del quejumbroso consuetudinario) y se muestra totalmente ayuno de proyectos inteligentes y provechosos para México. Y siguiendo por los demás partidos que tampoco están para presumirse en sociedad.

He tomado un dato aislado, que dista de ser el más favorable para el argumento, que con todo sirve para mostrar que México está muy lejos de ser el desastre que algunos se han empeñado en propagar. Podríamos también destrozar, con datos objetivos, esa visión de que más de cien millones de mexicanos vivimos aterrorizados por los delincuentes. Visión enfermiza, de intelectuales de salón de té falsamente horrorizados, que definen con voz engolada: “México vive una depresión crónica”. Sólo tienen ojos para el espejo que les regresa la imagen de unos tipos que han envejecido, aburridos, en su zona de confort inmerecido.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Me lo dijo un pájaro… de cuenta

Twitter es una de las nuevas modalidades de comunicación humana que nos ha regalado Internet. Se trata de enviar mensajes más o menos relevantes y pertinentes, escritos en 140 caracteres o menos, y recibir mensajes del mismo estilo, de aquellos a quienes hemos decido seguir. Traducido con liberalidad del inglés al español Twitter significaría gorjear como pajarito o hablar en tono desenfadado.

Al hacerlo, uno puede responder al otro y conversar más o menos, lo que a cada cual le plazca, o relanzar el mensaje recibido a los demás porque lo hemos considerado interesante o simplemente leer los mensajes y dejarlos pasar. Como quien durante una reunión social más o menos numerosa escucha fragmentos de conversaciones, frases sueltas a veces, y decide unirse a la plática, o quedarse callado escuchando o retirarse en busca de gorjeos más armoniosos o menos estúpidos.

Porque esa es la otra ventaja de esta modalidad, uno entra y sale cuando quiere. Nadie está obligado a seguir una conversación que no le interesa y se supone que cada cual tiene muchas otras cosas que hacer en la vida además de andar gorjeando mensajitos. Después de todo, aunque ése sea el símbolo de Twitter, un pajarito, los participantes en el asunto no somos tales, sino seres humanos jugando, por un rato, a ser emisores de gorjeos.

Toda esta larga introducción es para ubicar a ciertos políticos que se han tratado de unir desparpajadamente al juego de gorjear no más de 140 caracteres por la red y que muy rápidamente han mostrado ser tan sólo unos “pájaros de cuenta”; dícese que un pájaro de cuenta es una persona a la que por sus consuetudinarias intenciones torcidas hay que tratar con cautela. Aclaro, desde luego, que no me refiero a todos los políticos que recurren a esa útil herramienta de comunicación – el gorjeo digital, llamémosle-, porque algunos han atinado a gorjear con decoro y hasta con visos de sinceridad, tal vez auxiliados por buenos asesores en una materia nada sencilla que es la de comunicar bien. La primera regla de la comunicación: “jamás quieras tomarle el pelo a tus oyentes, porque lo pagarás caro y perderás toda credibilidad”.

Me refiero, específicamente, a las aves de rapiña del Twitter que reclutan cientos o miles de presuntos y nominales seguidores con quién sabe qué malas artes (¿cuál será el equivalente, en Twitter, a dar tortas y refrescos a los acarreados?, debe haberlo) y después hacen alegremente lo que siempre han hecho: mentir, simular, hacer falsas promesas, generar ilusorias expectativas…

El otro día, por ejemplo, un legislador gorjeo algo así a sus seguidores: “Mis compañeros diputados del partido y yo, estamos considerando reducir tal impuesto, ¿ustedes qué opinan?”. Sé de muchos ingenuos, me incluyo, que ofrecimos nuestra opinión de buena fe, mediante otros tantos breves gorjeos. Varios, numerosos gorjeadores, advertimos que hacer eso sería irresponsable y demagógico y ofrecimos, en gorjeos sucesivos, nuestras razones.

Pues bien, el político de la anécdota resultó un pájaro de cuenta. En realidad no le interesaban en absoluto los gorjeos ciudadanos, quería una coartada pajarera para una decisión que ya habían tomado él y sus compinches. Por supuesto, tenían planeado publicitar su fallida consulta popular con bombo y platillo. Pero no fue gorjeo, sino graznido burlón. Basura, otra vez.

Y es que no pueden aprender después de tantos años. Los buitres jamás cantarán como canarios.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Más ingenieros, menos palabreros

Prometí a un amigo, en un arrebato impensado, que escribiría un par de artículos acerca de un documentillo que anda circulando bajo el ampuloso título de: “México frente a la crisis. Hacia un nuevo curso de desarrollo. Memorándum de política económica y presupuestal hacia 2011” (¡uf!). Ya leí las 19 cuartillas del asunto. ¿Dije un par de artículos? No perdamos el tiempo, la propuesta se puede despachar en dos palabras: “No sirve”.

Diré más, sólo en abono de mi irresponsable promesa: Es pura palabrería nostálgica proponiendo políticas económicas que en el pasado condujeron a México a tremendas crisis empobrecedoras. No en vano entre sus autores se cuentan un par de viejos secretarios de Hacienda (David Ibarra Muñoz y Jesús Silva Herzog Flores) que mejor harían en ofrecer cuentas de su desastroso desempeño o, en todo caso, de las razones (si las hay) para la pasmosa docilidad con la que aplicaron, en detrimento de millones de mexicanos, las ocurrencias disparatadas de su jefe, el entonces Presidente José López Portillo.

Repito: no perdamos el tiempo.

El abogado López Portillo fue un Presidente palabrero. Excepcionalmente palabrero. Y sus economistas de cabecera, los ya citados más otros de infausta memoria, también fueron palabreros. Curiosamente, cuando economistas menos palabreros con mejor preparación técnica, formados en sólidas escuelas de economía del extranjero, se hicieron cargo de las finanzas públicas las cosas empezaron a corregirse.
Curiosamente también, uno de los mejores secretarios de Hacienda de México en el siglo XX fue ingeniero: Alberto J. Pani.

Todo esto me lleva a lo que sí interesa y a lo que es realmente productivo (aún en sábado la productividad no es pecado) y que es la escasez de ingenieros no sólo en México, sino en Estados Unidos.

Hace un par de días, el Financial Times daba cuenta del problema citando las declaraciones de Francisco D’ Souza, presidente de “Cognizant Technology Solutions”, una empresa de origen indio dedicada precisamente a identificar talento ingenieril en Estados Unidos. El equipo de reclutamiento de la Cognizant – 57 personas dedicadas de tiempo completo a buscar ingenieros talentosos en Estados Unidos- cada vez más tiene que recurrir al complicado trámite de importar dichos profesionales de la India misma o de otros países. El 70 por ciento de quienes hoy día cursan doctorados en ingeniería en prestigiosas universidades de Estados Unidos no son estadounidenses.

Y el colmo: la torpe xenofobia que se ha impuesto en las políticas migratorias de ese país hace cada día más difícil que esos doctores en ingeniería o en ciencias, que no nacieron en Estados Unidos pero que ahí estudiaron, puedan trabajar en empresas estadounidenses. Las pocas visas especiales disponibles para reclutar a esos especialistas las acaparan algunas corporaciones de Silicon Valley o grandes entidades gubernamentales como la NASA.

Dato adicional que aporta D’ Souza: “A pesar de que el alto desempleo caracteriza hoy a la economía de Estados Unidos, el desempleo en IT – Tecnologías de la Información- es muy bajo”.

La clave del desarrollo no está en la palabrería (verbigracia: “estímulos” fiscales y monetarios o reedición de retóricas nostálgicas), sino en la productividad. Todo esto, con tintes aún más dramáticos, es aplicable a México. Por eso, y dicho con todo respeto para esos ilustres palabreros: No perdamos el tiempo. Ya no hay.

viernes, 27 de agosto de 2010

Marcelo exhibe sus carencias

Quien carece de talento histriónico debe abstenerse de gestos teatrales, salvo que desee infligirse la pena del mayor ridículo.

Esto le sucedió hace unos días al señor Marcelo Ebrard, quien es conocido como jefe del gobierno de la deteriorada capital del país. Pretendiendo hacer una barata exhibición de entereza ante la adversidad, Ebrard tomó una rejilla de huevos (durante una exposición de proveedores de la industria del pan y de la pastelería) la mostró a las cámaras que diligentes lo siguen por doquier y exclamó fatuo: “Para que los vea Sandoval”.

Craso error. Ebrard exhibió varias de sus más inocultables carencias: No tiene ni una pizca de talento para ser actor, ni siquiera mediocre; tampoco le es dable presumir de hombría de bien o de entereza ante la adversidad cuando los atributos que vulgar y equívocamente se asocian a esas virtudes – los huevos en el uso más deleznable de los símbolos- los tuvo que tomar prestados; mucho menos su biografía, plagada de episodios que más bien parecen exhibir cobardías, dobleces y genuflexiones serviles, se conduele con la integridad moral que es la única prenda que valdría la pena mostrar ante la opinión pública cuado uno alega, como es el caso de Ebrard, que su buena fama y reputación han sido mancilladas por un lenguaraz.

Asociar unos huevos al valor o a la entereza es un insulto soez a la condición igualitaria – desde el punto de vista moral y jurídico- de los sexos; majadería que agravia doblemente a las mujeres.

Ya se sabe que el funcionario – afecto como tantos políticos a la teatralidad y la farsa- está empeñado en una rencilla personal con otro personaje de histrionismo vulgar y desagradable que, por desgracia, es jerarca de la Iglesia Católica.

Lo único rescatable, en medio de ese pantano moral, era que al menos uno de los contendientes, Ebrard, hubiese atinado a exigir una disculpa pública del agresor verbal. Quien acusa debe probar y punto. Y si no es capaz de probar sus dichos lo que procede es lamentar públicamente tan grave error y reparar en lo que se pueda el daño causado. Era rescatable que en lugar de un intercambio de majaderías Ebrard hubiese apelado a los mecanismos legales que, de forma muy endeble por cierto, buscan sancionar conductas delictivas, como son la difamación y la calumnia. Era, hasta que a Ebrard le ganó la teatralidad… y lo alcanzó su propia historia.

Esto último – la historia propia nos persigue por doquier, al igual que la nube de cámaras y micrófonos persigue a los políticos- se le ha olvidado a Ebrard.

Se le olvidó que él calumnió en 2006 a un centenar de escritores e intelectuales insinuando que habían recibido dinero para engrosar sus carteras a cambio de reconocer el triunfo de Felipe Calderón en la contienda electoral por la Presidencia de la República.

Se le olvidó que él, como jefe de la policía en la capital, mostró una atroz ineptitud y un abominable desprecio por la vida del prójimo, durante el linchamiento de tres agentes federales en Tláhuac.

Se le olvidó que se mostró omiso y cobarde para defender a una mujer, Elena Poniatowska, cuando el llamado subcomandante Marcos exigió, el 9 de mayo de 2006, que la escritora abandonase de inmediato un mitin que el tal Marcos presidiría en el Zócalo de la ciudad de México.

La reciente exhibición de Ebrard entraña – por lo menos- una gran justicia poética: Mostró que eso, lo que la vulgaridad populachera asocia a los huevos, es precisamente de lo que carece.

viernes, 20 de agosto de 2010

¿Pesimistas o embriagados?

“Cuando era niño, por ahí andaban corriendo dos hombres raros, a quienes llamaban optimista y pesimista”.

Así empieza el capítulo V de “Ortodoxia” de G. K. Chesterton. El genial escritor inglés no toma partido ni por uno, el pesimista, ni por otro, el optimista. Prefiere revelarnos un rosario de paradojas respecto de esos dos singulares personajes de los cuales con gran frecuencia nos formamos una impresión grotesca. Como si el pesimista fuese aquél que cree que todo en el cosmos está mal, excepto él mismo, y el optimista fuese un palurdo que cree que todo está absolutamente bien, lo cual es tan ridículo como creer que todas las cosas del mundo están siempre del lado derecho.
El punto al que quiere llegar Chesterton convocando a esos dos “hombres raros” es que tan insano e insensato es llevar el pesimismo hasta la desesperación: “no hay nada que hacer, esto no tiene remedio”; como lo es llevar el optimismo hasta el más estúpido conformismo: “no hay nada que hacer porque todo es maravilloso”.

Hice cierta mofa aquí de la moda del pesimismo en tonos pastel que pareció invadir, de súbito, a muchos escrutadores del panorama económico mundial y local. La crítica a esa moda no fue por ser una moda pesimista, sino por ser simplemente una moda, una frivolidad más, y no un análisis objetivo. Sobrio.

No es lo mismo atisbar y anunciar un nuevo desplome de la economía mundial con un par de datos aislados, que dejar constancia de que hay claros y oscuros en la recuperación de la economía. La economía se recupera, en Estados Unidos específicamente, a un ritmo mucho menor del que desearíamos y de una forma muy distinta – con mucha menor generación de empleos- de aquella que los profetas de los estímulos keynesianos nos prometieron. Los empleos que en los últimos tres meses se han perdido en ese país han sido en el sector público y se habían creado, temporal y artificiosamente, justo amparados en el gasto gubernamental deficitario.

Critico tal moda del pesimismo en tonos pastel porque se ha vuelto pretexto para recetar más de lo mismo que, ya lo vimos, no sirvió: “estímulos” keynesianos de carácter fiscal o monetario. En realidad necesitamos más Schumpeter y menos Keynes. Más destrucción creativa (incluida la destrucción de empleos ruinosos que consumen más de lo que producen) y menos empujones artificiosos a la demanda.

El jueves pasado la Oficina del Congreso de Estados Unidos encargada de vigilar el Presupuesto (CBO, Congressional Budget Office) hizo una advertencia más en ese sentido: el principal obstáculo para la recuperación sostenible de la economía es el descomunal déficit de las finanzas públicas. No se trata, por tanto, de renovar los recortes de impuestos recetados por George W. Bush en su momento, al “ahí se va” y como mala copia de los recortes de impuestos que instrumentó Ronald Reagan. No se trata, tampoco, de inflar aún más el gasto gubernamental con la falaz esperanza de que la abundancia de dinero devaluado entusiasmará tanto a los consumidores que estos gastarán lo que no tienen o que convencerá a los endeudados de que hay que seguirle dando vuelo a la hilacha, “comamos y bebamos, que mañana moriremos”.

Critico, en fin, esa moda pesimista – “fresa”, por eso lo de los tonos pastel- que insiste: “Las cosas están tan mal, que mejor nos seguimos embriagando, ¡venga la siguiente ronda!”.

viernes, 13 de agosto de 2010

Pesimismo en tonos pastel

Lo que se está llevando este verano es el pesimismo en tonos pastel, con ribetes de catástrofe. Y eso amerita otra ronda de tragos. Me explico.

El comandante Fidel Castro celebra su cumpleaños despachándose en dos páginas y media del periódico suyo, de él y de nadie más, llamado “Granma”, el vaticinio de una hecatombe nuclear. ¿Será que nos está advirtiendo –pregunta con sorna Yoani Sánchez, valerosa y admirable periodista cubana- que una vez que Fidel acabe de morir (lo que se antoja inminente) la vida dejará de valer la pena para los que acaso nos quedemos aquí, en esta tierra desolada, que será valle de lágrimas sin la luminosa presencia del anciano déspota?

Pero no sólo es Castro el que ve en la noche (y de trasluz como reza la canción) fantasmas atroces, también se ha puesto de moda el pesimismo entre las legiones de pronosticadores instantáneos. Un columnista de negocios mexicano titulaba sus reflexiones: “La recaída” y espigaba dos o tres datos – nada concluyentes, todo hay que decirlo- para confirmar que “los temores de los expertos respecto a una nueva debilidad de la economía norteamericana están confirmándose”. Supongo que al leer esta confirmación en la prensa mexicana dichos expertos, no identificados, habrán sentido alivio: no se equivocaron.

Anoto, sólo por llevar la contraria, que hay una diferencia nada sutil entre recuperarse de una enfermedad más lentamente de lo que se desearía y sufrir una recaída, pero el columnista citado no se pierde en lo que deben parecerle minucias lingüísticas.

El banco de la Reserva Federal en los Estados Unidos anunció el miércoles que comprará los bonos del Tesoro necesarios para que no se reduzca su balance; esto, traducido a la lengua de los mortales, significa que se mantendrá por mucho más tiempo la tónica del “dinero fácil”. Lo interesante del comunicado de la Reserva Federal es que la razón para sostener dicha estrategia de QE (por “Quantitative Easing” o relajamiento cuantitativo) es que el propio banco central detecta que la recuperación de la economía en ese país se da a un ritmo más lento del esperado y que las cifras de empleo son muy tristes. Pero aun cuando los integrantes del Comité de Mercado Abierto de la Reserva se sumaron – todos menos uno- a la moda del pesimismo en tonos pastel, los predicadores de catástrofes no quedaron satisfechos: quieren otra ronda de tragos a cargo de Ben Bernanke, presidente de la Reserva.

Esa nueva ronda de tragos habría que llamarla QE 2, esto es: desean que la banca central adquiera aún más activos financieros de dudosa reputación para que llegue el momento dichoso en que el valor de los activos se conduela con el valor monetario de las deudas.

Advierto que una nueva ronda de bebidas QE 2 no es una estratagema novedosa, se conocía antaño como recurrir a un proceso de inflación deliberada para amortizar, en forma acelerada y tramposa, las deudas. Pero ya dije que sólo hago tales advertencias por llevarle la contraria a los líderes de la moda.

Desde cierto punto de vista, el del borrachín, esta moda del pesimismo en tonos pastel con ribetes de catástrofe tiene sus ventajas inocultables: permite que la barra libre siga abierta por más horas.

La duda es: ¿quién nos va a conducir a casa cuando ya estemos todos absolutamente ebrios?, o ¿acaso llegará primero la hecatombe nuclear que anuncia el más decrépito de los hermanitos Castro?

viernes, 6 de agosto de 2010

La mano peluda del gobierno

Uno de los grandes peligros ocultos que nos ha quedado como saldo de la crisis global ha sido cierta reivindicación – frente a la opinión pública- del intervencionismo gubernamental en la economía.

Se trata de una reivindicación retórica que abruma pero que es totalmente injustificada. Más aún, un análisis objetivo de los factores que gestaron esta crisis, así como un análisis de su evolución muestran exactamente lo contrario: el voluntarismo de gobiernos y autoridades, ayudado por grandes dosis de discrecionalidad no exenta de arrogancia, propició la crisis y la agravó fatalmente.

Basta recordar el fatídico 15 de septiembre de 2008 cuando las autoridades del Tesoro de Estados Unidos dejaron quebrar a Lehman después de haber salvado, meses antes, a otros bancos de inversión y justo la víspera de hacer un rescate multimillonario, con fondos públicos, de la gigantesca aseguradora AIG, por no hablar del rescate ruinoso de esas entidades híbridas casi gubernamentales que son Fannie Mae y Freddie Mac.

La jaculatoria que se invoca a diestra y siniestra, sin mayor análisis, es la del fracaso de la dictadura del mercado y de la autorregulación de los mercados. Dicho coloquialmente, la nueva consigna es: “Muera la mano invisible que mueve a los mercados, ¡que viva la garra peluda de los gobiernos!”. Por doquier se aferran, como a un clavo que arde, a la presunción de que “el mercado falló ostensiblemente; es la hora de la revancha intervencionista”.

Sin embargo, la odiosa “dictadura del mercado” sigue funcionando a despecho de toda esta retórica que desempolvó y sacó de los armarios las versiones más adocenadas de las ideas de Lord Keynes. Así, los mercados financieros simplemente dejaron de aceptar deuda soberana de Grecia o de otros países de la llamada “Europa periférica” y no quedó más remedio que ajustarse a ese dictado o morir en el intento de oponérsele.

Y eso está bien. Porque los mercados no son otra cosa que la resultante de las voluntades (más o menos informadas, más o menos acertadas, pero libres) de millones de personas de carne y hueso desperdigadas por todo el planeta a las cuales no hay poder humano que pueda coordinar o manipular.

Así es y así seguirá siendo. Es, en tal sentido, que más que fallas de los mercados hay fallas de aquellos, arrogantes o ilusos, que pretenden saber mejor que millones de personas lo que quieren esos millones de personas. Y esos ilusos o arrogantes, con frecuencia inspirados en la mejor de las intenciones, suelen ser los gobiernos y sus burocracias.

Encuentro más que iluso a Barack Obama cuando dice, en un inusitado tono de nacionalismo populista, que la industria automotriz de Estados Unidos será muy pronto, y otra vez, la industria líder mundial. Supone el presidente de los Estados Unidos que al influjo de su buena voluntad y de varios miles de millones de dólares de los contribuyentes, los consumidores en todo el mundo correremos afanosos a comprar automóviles hechos en Michigan o en Illinois sólo por la dicha de poseer un vehículo caro e ineficiente.

También es iluso Obama cuando clama: “ya nos cansamos de comprarle a otros países, ahora queremos vender más”. Vender más no depende de voluntarismos; a Obama le habría bastado con ir a cualquier Wal Mart y ver qué compran sus compatriotas y tratar de averiguar por qué compran lo que compran. Ese es el mercado. Es un pertinaz “dictador”, pero funciona mejor que el gobierno.

viernes, 30 de julio de 2010

¿A quién le importa el déficit fiscal en EU?

El pensamiento dominante en los Estados Unidos – tanto entre los demócratas como entre los republicanos- se ha vuelto indiferente ante la peor amenaza que se cierne sobre esa economía y también sobre la economía mundial: el creciente déficit fiscal.

En un memorable artículo, publicado en su blog del Financial Times esta semana, Martin Wolf muestra que en Estados Unidos tanto para los políticos “conservadores” como para los “progresistas” (las comillas son indispensables tratándose de caracterizaciones ideológicas) carece de utilidad actuar eficazmente para corregir el desastroso balance público.

El pensamiento republicano dominante recurre a esa gran genialidad política del gobierno de Ronald Reagan que fue la “economía de la oferta” o supply side economics, como conjuro mágico que haría desaparecer el déficit. Dicho esquemáticamente este milagro consiste en que si se disminuyen sustancialmente los impuestos, los ingresos públicos crecen debido al gran estímulo que, entonces, recibirán las empresas y los emprendedores quienes – tal es la conjetura- se volcarán a producir, liberados por fin de las asfixiantes ataduras de las cargas fiscales.

Se trata de una versión vulgarizada de la famosa curva de Arthur Laffer. Es totalmente cierto que hay un punto, imposible de determinar a priori, en el que un aumento en las tasas de los impuestos disminuye la recaudación en lugar de incrementarla y viceversa. Pero también es cierto que una tasa cero de impuestos recauda exactamente cero dólares.

El truco de la economía de la oferta es simplista y no se sostiene desde el punto de vista de un riguroso análisis económico, pero funciona de maravilla en el terreno de la política y permite que los políticos prometan bajar impuestos aquí y allá sin hacer ningún esfuerzo serio para recortar el gasto público. ¿Resultado?, el déficit fiscal sigue creciendo.

Por su parte, los demócratas en el poder tampoco tienen gran interés en emprender una cruzada contra el déficit fiscal. Ni su keynesianismo redivivo ni la práctica política se los recomiendan. Por el contrario: simpatizan con la idea de que a menos que se mantengan por mucho más tiempo los estímulos del gasto público, ¡y se incrementen más!, la economía no tendrá una recuperación sostenida ni generará empleos. Ironía: parece que al gobierno de Obama le conviene ser pesimista. Y pragmáticamente recuerdan que la relativa frugalidad del gobierno del demócrata Bill Clinton, que cerró su segundo mandato dejando un superávit, sólo sirvió para que el republicano George W. Bush lo derrochase apresuradamente en un par de años, ayudado por los demócratas en el Congreso.

¿Arreglar las finanzas públicas, apelando al sacrificio tanto de burócratas como de contribuyentes?, ¿para qué?, ¿para que regrese un republicano a la Casa Blanca y disfrute de lo ahorrado? ¡Ni locos!

El colmo es que algunos “conservadores” radicales conjeturan, a su vez, que para su causa sería beneficiosa una mayor catástrofe fiscal porque arrojaría de la Casa Blanca a los demócratas por muchos años. Cinismo escalofriante de los políticos que bien conocemos en México.

Así las cosas, atender la peor amenaza que se cierne sobre el futuro de la economía estadounidense (¡y de la economía del mundo!), que es ese pantagruélico déficit fiscal, no es materia de interés genuino para los políticos que dominan la escena. Hay motivos, entonces, para perder el sueño.

viernes, 23 de julio de 2010

¿Desconectamos a México, doctor Narro?

“México no merece sufrir”. Estas cuatro palabras enigmáticas las dijo el doctor José Narro, rector de la UNAM, hace unos días cuando le otorgaron la medalla 1808 (lo que suena como marca registrada de tequila glorificado) y debo confesar que me dejaron estupefacto.

La verdad yo no tengo la menor idea de en quién estaba pensando el doctor Narro cuando hablaba así de “México” como de una persona de carne y hueso, que sufre y se acongoja, que goza y se afana, que a veces le duelen las muelas y que un día le saldrán canas. No soy quién para enmendarle la plana al rector de la MCE (Máxima Casa de Estudios), que es como se conoce de acuerdo con los cánones de la corrección política a esa universidad. Sin embargo, me parece un disparate decir que México merece esto o aquello, como si acaso se tratase de una persona que en vísperas – dicen- de cumplir sus 200 primaveras (como dicen los maestros de ceremonias en las fiestas de las quinceañeras) ha llegado a “la edad de merecer”.

Los mexicanos – el gentilicio incluye a todos, del sexo que sean- existen y sufren o gozan, pero ¿México? Esa manía retórica de otorgarle atributos de ser humano a los conceptos abstractos o a las ficciones jurídicas es muy peligrosa. Los Estados Unidos Mexicanos son un ente de razón, con fundamento en la realidad tal vez como decían los aburridos escolásticos, pero no un ser vivo, que sienta, sufra, goce, ame y le crezcan las uñas de los pies. Tal como fue un ominoso ente de razón la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, ya extinta por fortuna.

Pero ya dije que no soy nadie para que se acepten mis incorrecciones, entre otras causas porque no soy un producto terminado y espléndido surgido de la MCE, sino un dubitativo egresado de alguna casita de aprendizaje de dudosa reputación política que, como todas las demás que no sean la MCE, siempre aparecerán disminuidas, desdeñadas, minúsculas, ante la inmensidad pasmosa y pantagruélica de la infalible e intocable UNAM.

Insisto, sin embargo, porque el asunto es más grave que una mera licencia retórica: cuando un doctor en medicina sentencia que un paciente “no merece sufrir” estamos en problemas. Y el doctor Narro es doctor en eso, en medicina. No es, que se sepa, un historiador o un filósofo, ni siquiera un poeta. Es médico y dijo, con ese tono grave que adoptan los médicos para hablar con los parientes del paciente agonizante: “No merece sufrir”.

¿Qué hacemos, entonces, doctor?, ¿desconectamos al paciente del respirador artificial y le dejamos partir?, ¿lo damos de alta de forma que se lo lleven del frío hospital, de la temible sala de terapia intensiva, para que fallezca en su hogar, rodeado acaso de quienes le puedan hacer más llevadero el trance de la muerte?

Que los dioses y pontífices de la MCE sean indulgentes conmigo. Ojalá el médico Narro hubiese ofrecido no sólo un diagnóstico general, sino también la terapia que recomienda. Dejar las cosas así de escuetas, diciendo que el paciente no merece sufrir y que ya urge cambiar (sin especificar si el cambio propuesto es de doctor, de paciente, de medicamento o de tema), hace sospechar que el médico está proponiendo una eutanasia. Y eso duele porque ya la habíamos agarrado cierto cariño a esa abstracción que llamamos México.

sábado, 10 de julio de 2010

Chesterton y el oráculo del pulpo

Uno de los mejores relatos del género policial es “El oráculo del perro” de G. K. Chesterton dentro del volumen “La incredulidad del Padre Brown” (1926). La historia es más o menos la siguiente: un joven amigo del Padre Brown le relata el caso del asesinato de un hombre, causado por algo que debió ser un estilete clavado muy cerca de su corazón, cuando este hombre estaba completamente solo en una florida glorieta de su casa de campo. Nadie, le dice su amigo al Padre Brown, sabe cómo pudo cometerse el asesinato ni ha atinado a desenmascarar al asesino. Nadie, advierte, salvo el perro de la víctima, un hermoso perro negro y grande llamado “Nox”.

La trama de “El oráculo del perro” es una variante paródica del “enigma del cuarto cerrado” que es un prototipo del género policial, iniciado, al decir de Jorge Luis Borges, por Edgar Allan Poe. Vale la pena citar algo que escribió Borges al respecto:

“Un examen de la literatura policial basado en los problemas que la componen sería, creo, más encantador que este epítome. Por ejemplo: consideremos el durable problema de la pieza cerrada. La solución de Poe (The murders in the Rue Morgue) requiere un pararrayos, una ventana y un mono antropomorfo, la de Eden Phillpotts (Jig-Saw), un puñal disparado desde un fusil, la de Chesterton (The oracle of the dog), una espada y las hendijas de una glorieta; la de Carter Dickson (The Plague Court murders), unas transitorias balas de hielo; la del ornitológico Ellery Queen (The door between), un pájaro que se lleva en el pico el arma de un suicida; la de Simenon (La nuit de sept minutes), una estufa, un caño, una piedra, un revólver y una cuerda tirante. Quedan las ingeniosas para el final: la de Gastón Leroux (Le mystère de la chambre jaune), que comporta una herida anterior y una pesadilla; la de Israel Zangwill (The Big Bow mystery) resumible así: dos personas entran conjuntamente en el dormitorio del crimen; una de ellas, que es un detective, anuncia que han degollado al dueño y aprovecha el estupor de su compañero para consumar el asesinato” (revista “Sur”, reseña de Borges del libro “Murder for pleasure” de Howard Haycraft, septiembre de 1943).

El Padre Brown, desde luego, resuelve el misterio y le demuestra a su joven amigo que el buen perro sólo se portó como se comportan los perros y en modo alguno fue un emisario del más allá develando misterios ocultos a los hombres; esto es: el perro jamás fue un oráculo. Al final, el Padre Brown regala a su amigo una reflexión valiosa: las supersticiones modernas (a veces más ridículas y, si cabe, más irracionales que las antiguas) provienen de gente que irracionalmente detesta creer en Dios pero que está más que dispuesta a creer en perros que profetizan, en gatos que curan a los desahuciados…o en pulpos que pronostican con acierto los resultados del futbol.

Si mañana domingo España vence a Holanda el cautivo pulpo Paul nada tendrá que ver con ello. Lo mismo que si los futbolistas holandeses logran ser campeones del mundo; evento este último, por cierto, que no estaría exento de cierta justicia poética hacia los holandeses que hace tres siglos emigraron a lo que hoy es Sudáfrica para quedarse ahí permanentemente; hoy sus descendientes se llaman a sí mismos “afrikaners”, son tan africanos como el que más, y algunos son diestros en la producción de vinos de excelente gusto y mejor precio.

¿Pulpitos predicando en el púlpito? ¡Lo que nos faltaba!

viernes, 2 de julio de 2010

Fracasos aleccionadores

A los siete años de edad tuve que abandonar una prometedora carrera en la industria de la construcción y renunciar a mis sueños de ser el mejor futbolista del mundo.

El mundial de futbol celebrado en Chile en 1962 me hizo conocer las hazañas de Pelé. He aquí, me dije entonces, un buen modelo a imitar. El argumento de mis padres para que yo fuese a la escuela era, según recuerdo, que requería aprender muchas cosas para en el futuro obtener un trabajo y con él los ingresos que me permitiesen tener casa, sustento y vestido para mí y para la familia que yo formaría cuando fuese mayor. Sin embargo, la escuela se antojaba un camino muy largo y fastidioso para llegar a la meta. Y de pronto Pelé, de cuyas habilidades futbolísticas todos se hacían lenguas, lo mismo que de las fabulosas cantidades de dinero que obtenía por jugar tan bien al futbol, ofrecía un modelo de desarrollo mucho más atractivo. Un atajo prometedor. Una vez que llegué a esta luminosa conclusión – era un niño bastante avispado, hay que admitirlo- se la comuniqué a mi papá: “Debo dejar de ir a la escuela para poder dedicarme al futbol, sólo así llegaré a ser como Pelé y podré ahorrarme el prolongado y fatigoso trámite escolar”. Desde luego, mi papá estuvo lejos de aplaudir mi proyecto, pero era un padre “moderno”, sabedor de que a los hijos se les educa mejor mediante el convencimiento razonado, que usando desplantes autoritarios o chantajes de matrona que finge agravios, escondida tras el huipil. Aceptó mi plan, pero me hizo notar que mientras se desenvolvía mi carrera futbolística y llegaba a una edad en la que alguien estuviese dispuesto a pagarme por jugar futbol, tendría que buscarme una fuente de ingresos. Por fortuna, añadió, él mismo podía ofrecerme un empleo, como peón de albañilería en la construcción de una casa de la cual él, como arquitecto, estaba a cargo. Acepté su oferta, porque yo era un niño razonable dispuesto a ceder y a negociar para llevar a cabo mis planes; aun cuando sospechaba que al final de las jornadas laborales tal vez no tendría ni ganas, ni tiempo para jugar futbol; pero ya buscaría la forma. Trabajé pues como aprendiz de peón durante algunas horas, que a mí se me hicieron interminables aun cuando mi jefe, el maestro de obras, y mis compañeros de trabajo se mostraron amables. Sospecho que el liberal experimento pedagógico de mi papá causó la indignación de mi mamá y eso fue lo que hizo que concluyese abruptamente mi breve incursión en la industria de la construcción y truncó la que, soñaba, sería una deslumbrante carrera como futbolista. México se lo perdió, pensaba.
Muchos años después, viendo a Pelé en la televisión anunciar un remedio para la disfunción eréctil, entendí que fue una fortuna, para mí y quizá hasta para el mundo, que se frustrasen tan pronto mis carreras como albañil y como futbolista. A diferencia de Pelé, las habilidades y destrezas adquiridas en el largo camino del estudio me han dispensado, hasta ahora, de hacer esos papelitos.

Por eso, me alegré por México el domingo pasado cuando los sueños futbolísticos se desvanecieron. Por quien lo siento es por los argentinos, ¿acaso creen que podrán vivir eternamente de patear un balón?, ¿sueñan que, siendo campeones mundiales y con Maradona como presidente, regresarán al primer mundo? Leonel Messi tal vez en 30 años estará anunciando en la televisión un tónico milagroso para combatir la calvicie. ¡Pobres!

viernes, 14 de mayo de 2010

Intolerancia a la deuda

La crisis en la Unión Europea, como la crisis global de 2008-2009, no es insólita. Al igual que decenas de crisis financieras en la historia se trata de una tremenda expansión del crédito que, de pronto, ante signos de insolvencia de los deudores, los acreedores la perciben como destinada a la catástrofe. Algo que antes no vieron, cuando prestaron sin reparos.

Ante dicha percepción se desata la estampida.

La singularidad de la crisis europea es que es la primera gran prueba de supervivencia para el concepto de Unión Europea y, específicamente, para la unión monetaria. También se singulariza porque “entrar en el euro” fue para varios países como recibir de regalo una tarjeta casi sin límite de crédito. ¿Se la merecían?

El 10 de mayo el diario alemán Bild – aldeano y populista – publicó un titular, ingenioso y grotesco, que refleja el sentimiento primario de muchos alemanes ante el paquete gigantesco acordado para respaldar al euro y rescatar a Grecia: Wir sind wieder mal Europas Deppen!, lo cual en un español muy pudibundo quiere decir: “!Otra vez somos los pelmazos de Europa!”.

Lo que no dice el Bild es que, más que rescatar a Grecia, la Unión Europea (y Alemania a la cabeza) está rescatándose a sí misma.

A toro pasado es fácil decir que Alemania jamás debió haber aceptado, como socios monetarios, a esos “desobligados improductivos”. Pero la película no se puede echar para atrás y hoy en la crisis del euro todos vamos en el mismo barco. Incluso los países ajenos a Europa, como ya vimos el jueves 6 de mayo: una corrida financiera contra el euro basta para poner a temblar al mundo.

No había, pues, alternativa.

Grecia y otros países de la unión monetaria en problemas, que son como “los parientes pobres”, se ajustan perfectamente a la descripción de países “intolerantes a la deuda” porque tienen graves debilidades institucionales, que les impiden aumentar su productividad.

Lo que para un país desarrollado sería un nivel aceptable de relación entre deuda y Producto Interno Bruto (PIB), digamos 60 por ciento, para un país con intolerancia a la deuda es veneno. Es como quien es más intolerante al colesterol que el promedio, porque tiende a desarrollar fácilmente depósitos de lipoproteínas de baja y muy baja densidad. La denominación “intolerancia a la deuda” la pusieron en circulación Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff en su magnífico libro: “This time is different” en 2009.

México también es un país intolerante a la deuda. Por fortuna desde la crisis de 1994-1995 lo supimos y por eso hoy tenemos una relación de deuda contra PIB que, si la tuviese una economía avanzada, sería “una chulada” como para presumir de espartanos pero que, tratándose de nosotros, es apenas la que dicta la prudencia.

¿Por qué somos intolerantes a la deuda?

Dos ejemplos: 1. Basta con que tres buenos economistas – que fueron Secretarios de Hacienda- recomienden que PEMEX se abra a la asociación con inversionistas privados y salta un flamante “consejero profesional” de ese monopolio, un tal Flavio Ruiz, y los crucifica, llamándolos “cínicos” y otras lindezas (nótese que como no pueden “matar” intelectualmente el mensaje, tratan de “matar” a los mensajeros a periodicazos), 2. Nuestros egregios legisladores no son capaces de aprobar hoy una reformita laboral y se opusieron hace poco a la desaparición de tres secretarías de Estado que son a todas luces inútiles.

¿Está claro por qué somos intolerantes a la deuda?

sábado, 8 de mayo de 2010

Chamanes, charlatanes y mercados

“Puede que sea el fin del euro” dijo Joseph Stigliz el martes pasado. Stiglitz para todo fin práctico se ha convertido en un chamán mediático, después de haber sido en 2001 – merecidamente y junto con George A. Akerlof y A. Michael Spence – premio Nobel de economía por sus análisis de los mercados con información asimétrica.

En el barrullo de los medios de comunicación la frase de Stiglitz se transformó en: “Predice Stiglitz el fin del euro” – hay redactores que “cabecean” así, con gran desparpajo- y, dado que para algunos de los charlatanes de los medios el profesor Stiglitz es un chamán (“hechicero al que se supone dotado de poderes sobrenaturales para sanar a los enfermos, adivinar e invocar a los espíritus”), el presunto pronóstico se volvió mandato: El euro tiene que estallar.

En realidad Stiglitz comentó, en una entrevista con BBC radio 4, que el programa de ajuste que tendrá que sufrir Grecia le parece demasiado duro. De ahí, el chamán saltó espectacularmente – al diablo la lógica - a que el ajuste será contraproducente y de ahí, otra acrobacia, a que los problemas de Grecia (pariente pobre y chiquito de la Unión Europea) se propagarán por toda Europa. Stiglitz también dijo, para abundar en su eterno enojo hacia el Fondo Monetario Internacional, que el ajuste en lugar de sosegar a los especuladores los irritaría más.

Dicho todo esto sus entrevistadores llevaron al chamán hacia las tablas para rematar la faena: ¿Será el fin del euro?, le preguntaron. Y Stiglitz fue, como noble bestia, tras el engaño: “Sí, podría ser el fin del euro”. Buena tarde; orejas y rabo para las declaraciones.

En el mundo racional, no en el de los chamanes ni en el de los charlatanes, las personas atienden a los datos y a los hechos. Datos y hechos que son, en el caso de Grecia: 1. El ajuste es indispensablemente duro, porque se trata de alinear una economía tremendamente improductiva (Grecia) con un estándar de productividad aceptable, como el de Alemania. 2. El programa de ajuste – aprobado ya tanto por el parlamento griego como por el parlamento de Alemania, cuyos contribuyentes tendrán que poner buena parte de los recursos para el rescate-, es necesario si Grecia quiere seguir en el club del euro. 3. Los griegos, que podrán ser tildados de perezosos pero no de estúpidos, quieren permanecer dentro del club y no volverse unos parias de la economía mundial, y 4. Que se cumpla el programa de ajuste es lo más conveniente para que subsistan el euro y la Unión Europea, y eso es lo más conveniente para el mundo.

Ahora bien, que la salud del euro sea buena para Europa, y para el mundo, no quiere decir que sea buena para quienes podrían obtener cuantiosas ganancias apostando en contra del euro. Por ejemplo, George Soros obtuvo cuantiosos ingresos apostando hace años contra la libra esterlina, podría obtenerlos ahora –él o algunos otros grandes especuladores- si logran matar al euro.

A mí no me escandaliza que haya personajes que lucren apostando en contra de la estabilidad. Así funcionan los mercados. Más aún, si tuviese los recursos – que no los tengo- para entrar en ese juego estaría en estos momentos apostando a favor del euro, porque la experiencia me ha mostrado que la racionalidad paga y paga bien; aunque se tarde, a veces. Y porque detesto a quienes pudiendo ser doctos economistas se vuelven chamanes mediáticos; así como a los charlatanes que, vociferando sandeces, los apoyan.

sábado, 1 de mayo de 2010

¿Instituciones o tugurios?

Un tugurio es un “establecimiento pequeño y mezquino”. Un antro es, a su vez, un “establecimiento de mal aspecto o reputación”. ¿Cuál es la diferencia?

Si, como aseguran hoy los pontífices de la comunicación, nuestros ínclitos legisladores en la capital del país discuten en estos días una “ley de los antros”, ¿por qué no habrían de crear también una “ley de los tugurios”?

Alguien dirá que esto de llamarle “antros” a los bares, discotecas, y demás establecimientos de alboroto nocturno, sólo refleja la espiral descendente o el proceso de degradación al que hemos sometido al lenguaje. Lo mismo que sucede cuando algún afamado periódico, de aires tan aldeanos como arrogantes, ha decidido adoptar la jerga de los delincuentes e informa que “tres personas fueron levantadas ayer en la calzada de los Remedios y se teme por su vida”.

Pero se trata de un fenómeno más amplio y demoledor. Asistimos despreocupados y hasta entusiastas a un vertiginoso descenso de la calidad humana; un desgaste adicional de neuronas y nos “comunicaremos” mediante gemidos espasmódicos y zarandeos músculo-esqueléticos. Aullidos de animalitos vagando en las lindes de la selva a la búsqueda de un mendrugo.

Obedecemos, sin percatarnos, a una implícita pero rigurosa ley de los tugurios, que consiste en degradar la inteligencia para mejor asemejarnos a bestias más o menos repulsivas. El proceso de descenso en espiral vertiginosa arroja, por sorprendente que parezca, algunas ganancias particulares. Alguien, en medio de la progresiva caída, obtiene beneficios. Por lo pronto, ganan los incompetentes que ven avanzar su imperio y encuentran, en el mundo de los tugurios, que la chapuza y la simulación ya no sólo son toleradas, sino premiadas con palmaditas de “reconocimiento social”.

No es extraño, en este medio degradado, que confundamos instituciones con tugurios, establecimientos mezquinos, de mal aspecto. Dicho en lenguaje de tugurio, “le echamos más agua a los frijoles y aumentamos el número de invitados a la fiesta”. Dicho en buen español: “cualquier componenda de tugurio puede festinarse como arreglo institucional; pactemos, pues”.

En Grecia se resisten a comportarse como “prusianos del mediterráneo”. Conjeturan que podrán librar el trance “echándole más agua a los frijoles”. Procedimiento similar, en esencia, al de añadirle otro carril imaginario a la avenida – “pinta una raya más”- para incrementar la capacidad de la vereda de asfalto.

Hasta donde me quedé, el primer día de mayo, que es hoy, es el día del trabajo. Lo que, en lenguaje de tugurio, significa que hay que luchar, frenéticos si es preciso, por “el puente” correspondiente. Demandar, aullar, por nuestra holganza revolucionariamente conquistada. Que quede claro: no aceptaremos reformas laborales ominosas y neoliberales con sus improntas de productividad, valor agregado e inteligencia. Queremos holganza, no reformas.

Oí decir a un legislador que ellos trabajan con frenesí en estos días. Pero mientras el esforzado hablaba en la tribuna, apareció al fondo del salón un personaje reputado como indiscutible líder parlamentario, partía plaza regalando, con aire de perdonar vidas, desdeñosos saludos. La ley de los tugurios: “Ya llegó por quien lloraban”. La aduana por donde todos tienen que pasar y a quien todos tienen que suplicar. Eso sí: ¡qué fatigoso debe ser echarle más agua a los frijoles!