viernes, 30 de julio de 2010

¿A quién le importa el déficit fiscal en EU?

El pensamiento dominante en los Estados Unidos – tanto entre los demócratas como entre los republicanos- se ha vuelto indiferente ante la peor amenaza que se cierne sobre esa economía y también sobre la economía mundial: el creciente déficit fiscal.

En un memorable artículo, publicado en su blog del Financial Times esta semana, Martin Wolf muestra que en Estados Unidos tanto para los políticos “conservadores” como para los “progresistas” (las comillas son indispensables tratándose de caracterizaciones ideológicas) carece de utilidad actuar eficazmente para corregir el desastroso balance público.

El pensamiento republicano dominante recurre a esa gran genialidad política del gobierno de Ronald Reagan que fue la “economía de la oferta” o supply side economics, como conjuro mágico que haría desaparecer el déficit. Dicho esquemáticamente este milagro consiste en que si se disminuyen sustancialmente los impuestos, los ingresos públicos crecen debido al gran estímulo que, entonces, recibirán las empresas y los emprendedores quienes – tal es la conjetura- se volcarán a producir, liberados por fin de las asfixiantes ataduras de las cargas fiscales.

Se trata de una versión vulgarizada de la famosa curva de Arthur Laffer. Es totalmente cierto que hay un punto, imposible de determinar a priori, en el que un aumento en las tasas de los impuestos disminuye la recaudación en lugar de incrementarla y viceversa. Pero también es cierto que una tasa cero de impuestos recauda exactamente cero dólares.

El truco de la economía de la oferta es simplista y no se sostiene desde el punto de vista de un riguroso análisis económico, pero funciona de maravilla en el terreno de la política y permite que los políticos prometan bajar impuestos aquí y allá sin hacer ningún esfuerzo serio para recortar el gasto público. ¿Resultado?, el déficit fiscal sigue creciendo.

Por su parte, los demócratas en el poder tampoco tienen gran interés en emprender una cruzada contra el déficit fiscal. Ni su keynesianismo redivivo ni la práctica política se los recomiendan. Por el contrario: simpatizan con la idea de que a menos que se mantengan por mucho más tiempo los estímulos del gasto público, ¡y se incrementen más!, la economía no tendrá una recuperación sostenida ni generará empleos. Ironía: parece que al gobierno de Obama le conviene ser pesimista. Y pragmáticamente recuerdan que la relativa frugalidad del gobierno del demócrata Bill Clinton, que cerró su segundo mandato dejando un superávit, sólo sirvió para que el republicano George W. Bush lo derrochase apresuradamente en un par de años, ayudado por los demócratas en el Congreso.

¿Arreglar las finanzas públicas, apelando al sacrificio tanto de burócratas como de contribuyentes?, ¿para qué?, ¿para que regrese un republicano a la Casa Blanca y disfrute de lo ahorrado? ¡Ni locos!

El colmo es que algunos “conservadores” radicales conjeturan, a su vez, que para su causa sería beneficiosa una mayor catástrofe fiscal porque arrojaría de la Casa Blanca a los demócratas por muchos años. Cinismo escalofriante de los políticos que bien conocemos en México.

Así las cosas, atender la peor amenaza que se cierne sobre el futuro de la economía estadounidense (¡y de la economía del mundo!), que es ese pantagruélico déficit fiscal, no es materia de interés genuino para los políticos que dominan la escena. Hay motivos, entonces, para perder el sueño.

viernes, 23 de julio de 2010

¿Desconectamos a México, doctor Narro?

“México no merece sufrir”. Estas cuatro palabras enigmáticas las dijo el doctor José Narro, rector de la UNAM, hace unos días cuando le otorgaron la medalla 1808 (lo que suena como marca registrada de tequila glorificado) y debo confesar que me dejaron estupefacto.

La verdad yo no tengo la menor idea de en quién estaba pensando el doctor Narro cuando hablaba así de “México” como de una persona de carne y hueso, que sufre y se acongoja, que goza y se afana, que a veces le duelen las muelas y que un día le saldrán canas. No soy quién para enmendarle la plana al rector de la MCE (Máxima Casa de Estudios), que es como se conoce de acuerdo con los cánones de la corrección política a esa universidad. Sin embargo, me parece un disparate decir que México merece esto o aquello, como si acaso se tratase de una persona que en vísperas – dicen- de cumplir sus 200 primaveras (como dicen los maestros de ceremonias en las fiestas de las quinceañeras) ha llegado a “la edad de merecer”.

Los mexicanos – el gentilicio incluye a todos, del sexo que sean- existen y sufren o gozan, pero ¿México? Esa manía retórica de otorgarle atributos de ser humano a los conceptos abstractos o a las ficciones jurídicas es muy peligrosa. Los Estados Unidos Mexicanos son un ente de razón, con fundamento en la realidad tal vez como decían los aburridos escolásticos, pero no un ser vivo, que sienta, sufra, goce, ame y le crezcan las uñas de los pies. Tal como fue un ominoso ente de razón la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, ya extinta por fortuna.

Pero ya dije que no soy nadie para que se acepten mis incorrecciones, entre otras causas porque no soy un producto terminado y espléndido surgido de la MCE, sino un dubitativo egresado de alguna casita de aprendizaje de dudosa reputación política que, como todas las demás que no sean la MCE, siempre aparecerán disminuidas, desdeñadas, minúsculas, ante la inmensidad pasmosa y pantagruélica de la infalible e intocable UNAM.

Insisto, sin embargo, porque el asunto es más grave que una mera licencia retórica: cuando un doctor en medicina sentencia que un paciente “no merece sufrir” estamos en problemas. Y el doctor Narro es doctor en eso, en medicina. No es, que se sepa, un historiador o un filósofo, ni siquiera un poeta. Es médico y dijo, con ese tono grave que adoptan los médicos para hablar con los parientes del paciente agonizante: “No merece sufrir”.

¿Qué hacemos, entonces, doctor?, ¿desconectamos al paciente del respirador artificial y le dejamos partir?, ¿lo damos de alta de forma que se lo lleven del frío hospital, de la temible sala de terapia intensiva, para que fallezca en su hogar, rodeado acaso de quienes le puedan hacer más llevadero el trance de la muerte?

Que los dioses y pontífices de la MCE sean indulgentes conmigo. Ojalá el médico Narro hubiese ofrecido no sólo un diagnóstico general, sino también la terapia que recomienda. Dejar las cosas así de escuetas, diciendo que el paciente no merece sufrir y que ya urge cambiar (sin especificar si el cambio propuesto es de doctor, de paciente, de medicamento o de tema), hace sospechar que el médico está proponiendo una eutanasia. Y eso duele porque ya la habíamos agarrado cierto cariño a esa abstracción que llamamos México.

sábado, 10 de julio de 2010

Chesterton y el oráculo del pulpo

Uno de los mejores relatos del género policial es “El oráculo del perro” de G. K. Chesterton dentro del volumen “La incredulidad del Padre Brown” (1926). La historia es más o menos la siguiente: un joven amigo del Padre Brown le relata el caso del asesinato de un hombre, causado por algo que debió ser un estilete clavado muy cerca de su corazón, cuando este hombre estaba completamente solo en una florida glorieta de su casa de campo. Nadie, le dice su amigo al Padre Brown, sabe cómo pudo cometerse el asesinato ni ha atinado a desenmascarar al asesino. Nadie, advierte, salvo el perro de la víctima, un hermoso perro negro y grande llamado “Nox”.

La trama de “El oráculo del perro” es una variante paródica del “enigma del cuarto cerrado” que es un prototipo del género policial, iniciado, al decir de Jorge Luis Borges, por Edgar Allan Poe. Vale la pena citar algo que escribió Borges al respecto:

“Un examen de la literatura policial basado en los problemas que la componen sería, creo, más encantador que este epítome. Por ejemplo: consideremos el durable problema de la pieza cerrada. La solución de Poe (The murders in the Rue Morgue) requiere un pararrayos, una ventana y un mono antropomorfo, la de Eden Phillpotts (Jig-Saw), un puñal disparado desde un fusil, la de Chesterton (The oracle of the dog), una espada y las hendijas de una glorieta; la de Carter Dickson (The Plague Court murders), unas transitorias balas de hielo; la del ornitológico Ellery Queen (The door between), un pájaro que se lleva en el pico el arma de un suicida; la de Simenon (La nuit de sept minutes), una estufa, un caño, una piedra, un revólver y una cuerda tirante. Quedan las ingeniosas para el final: la de Gastón Leroux (Le mystère de la chambre jaune), que comporta una herida anterior y una pesadilla; la de Israel Zangwill (The Big Bow mystery) resumible así: dos personas entran conjuntamente en el dormitorio del crimen; una de ellas, que es un detective, anuncia que han degollado al dueño y aprovecha el estupor de su compañero para consumar el asesinato” (revista “Sur”, reseña de Borges del libro “Murder for pleasure” de Howard Haycraft, septiembre de 1943).

El Padre Brown, desde luego, resuelve el misterio y le demuestra a su joven amigo que el buen perro sólo se portó como se comportan los perros y en modo alguno fue un emisario del más allá develando misterios ocultos a los hombres; esto es: el perro jamás fue un oráculo. Al final, el Padre Brown regala a su amigo una reflexión valiosa: las supersticiones modernas (a veces más ridículas y, si cabe, más irracionales que las antiguas) provienen de gente que irracionalmente detesta creer en Dios pero que está más que dispuesta a creer en perros que profetizan, en gatos que curan a los desahuciados…o en pulpos que pronostican con acierto los resultados del futbol.

Si mañana domingo España vence a Holanda el cautivo pulpo Paul nada tendrá que ver con ello. Lo mismo que si los futbolistas holandeses logran ser campeones del mundo; evento este último, por cierto, que no estaría exento de cierta justicia poética hacia los holandeses que hace tres siglos emigraron a lo que hoy es Sudáfrica para quedarse ahí permanentemente; hoy sus descendientes se llaman a sí mismos “afrikaners”, son tan africanos como el que más, y algunos son diestros en la producción de vinos de excelente gusto y mejor precio.

¿Pulpitos predicando en el púlpito? ¡Lo que nos faltaba!

viernes, 2 de julio de 2010

Fracasos aleccionadores

A los siete años de edad tuve que abandonar una prometedora carrera en la industria de la construcción y renunciar a mis sueños de ser el mejor futbolista del mundo.

El mundial de futbol celebrado en Chile en 1962 me hizo conocer las hazañas de Pelé. He aquí, me dije entonces, un buen modelo a imitar. El argumento de mis padres para que yo fuese a la escuela era, según recuerdo, que requería aprender muchas cosas para en el futuro obtener un trabajo y con él los ingresos que me permitiesen tener casa, sustento y vestido para mí y para la familia que yo formaría cuando fuese mayor. Sin embargo, la escuela se antojaba un camino muy largo y fastidioso para llegar a la meta. Y de pronto Pelé, de cuyas habilidades futbolísticas todos se hacían lenguas, lo mismo que de las fabulosas cantidades de dinero que obtenía por jugar tan bien al futbol, ofrecía un modelo de desarrollo mucho más atractivo. Un atajo prometedor. Una vez que llegué a esta luminosa conclusión – era un niño bastante avispado, hay que admitirlo- se la comuniqué a mi papá: “Debo dejar de ir a la escuela para poder dedicarme al futbol, sólo así llegaré a ser como Pelé y podré ahorrarme el prolongado y fatigoso trámite escolar”. Desde luego, mi papá estuvo lejos de aplaudir mi proyecto, pero era un padre “moderno”, sabedor de que a los hijos se les educa mejor mediante el convencimiento razonado, que usando desplantes autoritarios o chantajes de matrona que finge agravios, escondida tras el huipil. Aceptó mi plan, pero me hizo notar que mientras se desenvolvía mi carrera futbolística y llegaba a una edad en la que alguien estuviese dispuesto a pagarme por jugar futbol, tendría que buscarme una fuente de ingresos. Por fortuna, añadió, él mismo podía ofrecerme un empleo, como peón de albañilería en la construcción de una casa de la cual él, como arquitecto, estaba a cargo. Acepté su oferta, porque yo era un niño razonable dispuesto a ceder y a negociar para llevar a cabo mis planes; aun cuando sospechaba que al final de las jornadas laborales tal vez no tendría ni ganas, ni tiempo para jugar futbol; pero ya buscaría la forma. Trabajé pues como aprendiz de peón durante algunas horas, que a mí se me hicieron interminables aun cuando mi jefe, el maestro de obras, y mis compañeros de trabajo se mostraron amables. Sospecho que el liberal experimento pedagógico de mi papá causó la indignación de mi mamá y eso fue lo que hizo que concluyese abruptamente mi breve incursión en la industria de la construcción y truncó la que, soñaba, sería una deslumbrante carrera como futbolista. México se lo perdió, pensaba.
Muchos años después, viendo a Pelé en la televisión anunciar un remedio para la disfunción eréctil, entendí que fue una fortuna, para mí y quizá hasta para el mundo, que se frustrasen tan pronto mis carreras como albañil y como futbolista. A diferencia de Pelé, las habilidades y destrezas adquiridas en el largo camino del estudio me han dispensado, hasta ahora, de hacer esos papelitos.

Por eso, me alegré por México el domingo pasado cuando los sueños futbolísticos se desvanecieron. Por quien lo siento es por los argentinos, ¿acaso creen que podrán vivir eternamente de patear un balón?, ¿sueñan que, siendo campeones mundiales y con Maradona como presidente, regresarán al primer mundo? Leonel Messi tal vez en 30 años estará anunciando en la televisión un tónico milagroso para combatir la calvicie. ¡Pobres!