A los siete años de edad tuve que abandonar una prometedora carrera en la industria de la construcción y renunciar a mis sueños de ser el mejor futbolista del mundo.
El mundial de futbol celebrado en Chile en 1962 me hizo conocer las hazañas de Pelé. He aquí, me dije entonces, un buen modelo a imitar. El argumento de mis padres para que yo fuese a la escuela era, según recuerdo, que requería aprender muchas cosas para en el futuro obtener un trabajo y con él los ingresos que me permitiesen tener casa, sustento y vestido para mí y para la familia que yo formaría cuando fuese mayor. Sin embargo, la escuela se antojaba un camino muy largo y fastidioso para llegar a la meta. Y de pronto Pelé, de cuyas habilidades futbolísticas todos se hacían lenguas, lo mismo que de las fabulosas cantidades de dinero que obtenía por jugar tan bien al futbol, ofrecía un modelo de desarrollo mucho más atractivo. Un atajo prometedor. Una vez que llegué a esta luminosa conclusión – era un niño bastante avispado, hay que admitirlo- se la comuniqué a mi papá: “Debo dejar de ir a la escuela para poder dedicarme al futbol, sólo así llegaré a ser como Pelé y podré ahorrarme el prolongado y fatigoso trámite escolar”. Desde luego, mi papá estuvo lejos de aplaudir mi proyecto, pero era un padre “moderno”, sabedor de que a los hijos se les educa mejor mediante el convencimiento razonado, que usando desplantes autoritarios o chantajes de matrona que finge agravios, escondida tras el huipil. Aceptó mi plan, pero me hizo notar que mientras se desenvolvía mi carrera futbolística y llegaba a una edad en la que alguien estuviese dispuesto a pagarme por jugar futbol, tendría que buscarme una fuente de ingresos. Por fortuna, añadió, él mismo podía ofrecerme un empleo, como peón de albañilería en la construcción de una casa de la cual él, como arquitecto, estaba a cargo. Acepté su oferta, porque yo era un niño razonable dispuesto a ceder y a negociar para llevar a cabo mis planes; aun cuando sospechaba que al final de las jornadas laborales tal vez no tendría ni ganas, ni tiempo para jugar futbol; pero ya buscaría la forma. Trabajé pues como aprendiz de peón durante algunas horas, que a mí se me hicieron interminables aun cuando mi jefe, el maestro de obras, y mis compañeros de trabajo se mostraron amables. Sospecho que el liberal experimento pedagógico de mi papá causó la indignación de mi mamá y eso fue lo que hizo que concluyese abruptamente mi breve incursión en la industria de la construcción y truncó la que, soñaba, sería una deslumbrante carrera como futbolista. México se lo perdió, pensaba.
Muchos años después, viendo a Pelé en la televisión anunciar un remedio para la disfunción eréctil, entendí que fue una fortuna, para mí y quizá hasta para el mundo, que se frustrasen tan pronto mis carreras como albañil y como futbolista. A diferencia de Pelé, las habilidades y destrezas adquiridas en el largo camino del estudio me han dispensado, hasta ahora, de hacer esos papelitos.
Por eso, me alegré por México el domingo pasado cuando los sueños futbolísticos se desvanecieron. Por quien lo siento es por los argentinos, ¿acaso creen que podrán vivir eternamente de patear un balón?, ¿sueñan que, siendo campeones mundiales y con Maradona como presidente, regresarán al primer mundo? Leonel Messi tal vez en 30 años estará anunciando en la televisión un tónico milagroso para combatir la calvicie. ¡Pobres!
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