viernes, 29 de enero de 2010

¿Quién es el papá de la criatura?

Si literalmente te cae un camión repleto de basura en la cabeza, cuando esperabas, quitado de la pena, la “luz verde” del semáforo sentado frente al volante de tu auto, nadie puede llamarte quisquilloso si buscas a los responsables de la desgracia.
No se trata de un hecho azaroso e imprevisible, sino de un incidente en el que debe haber quienes respondan personalmente, cada uno de ellos.

Lo mismo pasa si te meten un balazo en la cabeza en el baño de un bar por “quítame de aquí estas pajas”. Se supone que el bar no debiera estar abierto al público a esas horas; se supone que en los bares de esta ciudad no puede entrar la gente con armas de fuego. Tal parece que es más fácil dispararle a alguien en un bar que encender un cigarrillo ahí en donde los moralistas reglamentos lo prohíben bajo amenaza de grandes penas. No importa, en este análisis, lo inopinado que resulta estar a las cinco de la mañana de un lunes divirtiéndose en un bar. Cada cual busca curarse su mediocridad como puede.

Alguien tiene que ser el papá de la criatura o, para decirlo con precisión: Algunos tuvieron que haber contribuido, en diferente grado, en diferente medida, a que se diera a la luz el engendro. Y esos “algunos”, cada cual personalmente, tiene que responder por el fruto de sus actos o de sus omisiones.

La impunidad, que tanto nos indigna, surge ahí donde independientemente de leyes formales o meramente escritas, éstas no funcionan como se supone que debieran funcionar. El problema no es multiplicar las prohibiciones, sino que las leyes y su aplicación puntual estén diseñadas de tal forma que efectivamente disuadan a los potenciales infractores. Y que las leyes, además, se cumplan.

Desde el punto de vista de la economía institucional o del análisis económico de las instituciones, éstas dejan de ser tales cuando no funcionan. Y la existencia de impunidad es una disfuncionalidad radical de las leyes o, mejor dicho: La impunidad nulifica las instituciones. Genera la percepción de que “todos estamos amenazados”, de que todos estamos en peligro porque la ley, el supuesto estado de derecho es, para todo fin práctico, inexistente.

Sospecho que la raíz más profunda de la impunidad deberíamos rastrearla en la multitud de coartadas colectivistas que nos vendieron las ideologías en el siglo XX, del nacional-socialismo al bolchevismo, pasando por el fascismo italiano y sin olvidar los colectivismos de derecha e izquierda que surgieron en la primera mitad del siglo pasado en América Latina y en España. Tales espantajos ideológicos nos regalaron, junto con el colectivismo, la irresponsabilidad personal, al mismo tiempo que nos despojaron de la libertad individual e intransferible. Pésimo negocio.

Las leyes son, cierto, herramientas públicas pero existen para exigir responsabilidades personales, individuales, no falsas responsabilidades colectivas tras las cuales todos podemos parapetarnos: “Es el sistema”, “es el ambiente”, “es el gobierno tal o el partido o cual”. El hecho de que un sujeto se convierta en personaje público, digamos funcionario de un gobierno, no le despoja de su responsabilidad individual. Al contrario, su responsabilidad individual se agudiza, por así decirlo y debe dar cuentas, personales, individuales, ante el resto de la sociedad, empezando por sus víctimas. Y reparar, hasta donde sea posible, los daños causados.

Aun los desdichados engendros que son producto de violaciones tumultuarias, animadas por el anonimato de las multitudes, tienen padres con nombres y apellidos individuales.

Mientras creamos válidas las coartadas colectivistas permaneceremos como rehenes – o infames beneficiarios – de la impunidad.

domingo, 24 de enero de 2010

Chile: Perdieron las viejas etiquetas

Es equívoco decir que en las recientes elecciones en Chile ganó “la derecha” y perdió “la izquierda”. Como en muchos otros casos las viejas etiquetas – esas denominaciones de las que nos servimos para hacer más simples e instantáneos los mensajes- se prestan a engaño.

Otra manera de decirlo: La novedad del triunfo de Sebastían Piñera es que en Chile han muerto la “izquierda” de Salvador Allende y la “derecha” de Augusto Pinochet. Ha ganado una modernidad que va más allá de las etiquetas del siglo pasado. Cierto, como vestigios se colaron en la foto del triunfo algunos personajes del más rancio conservadurismo moral y afines al pinochetismo; del mismo modo que en las filas de los derrotados – “la concertación”- hicieron ruido unos cuantos nostálgicos del añoso Frente Popular y del estatismo rampante. Pero tales fantasmas, a uno y otro lado, son en realidad los grandes derrotados.

Sebastían Piñera es un empresario exitoso, un creyente en el libre mercado y también es un personaje que no tiene empacho en pronunciarse a favor de darle estatuto jurídico a las uniones de parejas homosexuales; lo cual, por cierto, es anatema para los que añoran los días de Pinochet. Sebastían Piñera es un liberal en el sentido clásico, europeo, del término: No quiere que el Estado se meta a ordenarle a la gente qué hacer en la cama, ni qué hacer con su dinero o con su trabajo. Aquí es donde nuestras etiquetas, todavía al uso, revelan su disfuncionalidad. De acuerdo a esas etiquetas polvosas y amarillentas – izquierda y derecha- solemos creer que quien defiende a capa y espada la libertad de las personas en la esfera moral es por definición de “izquierda”, pero también solemos creer que defender la libertad de las personas en la esfera económica, frente a la arrogancia del Estado, sólo lo hace la gente de “derecha”.

Se ha escrito que uno de los motivos de la derrota de Eduardo Frei, el candidato de la concertación con orígenes en la democracia cristiana de antaño, fue que se contagió del “izquierdismo”, aquella enfermedad infantil que describió nada menos que Lenin. Cito a un colega chileno, Carlos Peña, que hace una semana describía el fenómeno en el diario “El Mercurio”:

“De una manera incomprensible, en la vieja disputa entre el Estado y el mercado, Frei ha sido más papista que el Papa. Como si los chilenos anhelaran huir de sí mismos, ofreció anegar amplios espacios de la vida, desde la educación a la salud, con la presencia del Estado (lo que halagó al izquierdismo); pero se trató de una oferta poco atractiva para aquellos cuya voluntad es necesaria para ganar la elección (los hombres y las mujeres de a pie que sienten que su vida depende de sí mismos).”


Desde otro punto de vista: los competentes gobiernos en Chile de “la concertación” – que fueron en su momento la mejor expresión funcional para aglutinar un “no” rotundo y unificador a Pinochet- parecen haber llegado a su fin, porque la sociedad chilena, afortunadamente, ya no quiere entenderse a sí misma en función de esa división tajante en hemisferios irreconciliables: a favor o en contra de Pinochet. Quiere vivir y arriesgarse por su cuenta, plural, rica y diversa, como una sociedad adulta. Y se ha lanzado confiada a la aventura de la alternancia porque tiene detrás instituciones democráticas que ya son sólidas y maduras. Libertad y Ley, otra vez.

domingo, 17 de enero de 2010

Haití, ¿cuál es la verdadera tragedia?

Quienes hoy sufren lo indecible no son los miles de muertos por el terremoto; son aquellos que siguen viviendo en un país que, sin exceso, suele calificarse como un infierno cotidiano, con o sin terremotos.

Para la inmensa mayoría de los habitantes de Haití, con o sin terremotos, la vida es “solitaria, pobre, miserable, brutal y breve”.

Esos cinco adjetivos – solitaria, pobre, miserable, brutal, breve- son los que usó Thomas Hobbes (1588-1679) para describir lo que es la vida del hombre sin la civilización. Sin artes, sin letras, sin sociedad organizada, sin instituciones, se vive – vuelvo a citar a Hobbes- en el miedo constante y en el peligro cierto de perder la vida de manera violenta.

Los terremotos entran en el terreno de lo inevitable. Son desastres naturales que nos recuerdan, sin apelaciones, el carácter igualitario de la muerte. Cervantes propone en “El Quijote” la atinada metáfora de las piezas del ajedrez que, una vez terminada la partida, son arrojadas a un saco y vuelven todas a ser iguales, lo mismo da que en el tablero de juego hayan sido reina, alfil, peón o caballo.

Lo que es evitable es la destrucción asociada a los imprevisibles desastres naturales. La vida sin civilización, sin instituciones confiables, sin ley que se respete, sin palabras que se cumplan, sin contratos libremente pactados que se honren, añade una cauda de tragedias evitables a los eventos inevitables. El terremoto es inevitable, pero en cambio debieran ser fenómenos evitables: la pérdida de la vivienda, de suyo precaria; el aislamiento y la incomunicación; las epidemias y el hambre subsecuentes al terremoto; la rapiña, el abuso, la brutal falta de respeto a los muertos y a sus deudos; la corrupción de quienes, cual buitres, se alimentan de la carroña y roban la poca ayuda que llega a los damnificados; la utilización de las personas, del dolor, del hambre para medrar política o ideológicamente.

Y es el mal evitable la verdadera tragedia. La verdadera tragedia es que no sea lo mismo padecer un terremoto de 6 grados Richter en San Francisco, California, que sufrirlo en Puerto Príncipe, Haití. La verdadera tragedia es, para ponerlo en términos locales, que el niño que hoy nace en una apartada ranchería de Chiapas tendrá diez años menos de esperanza de vida que el niño que hoy nace en Garza García, Nuevo León.

La economía no está llamada ni capacitada para resolver los terremotos, está llamada a resolver buena parte de las tragedias evitables. Y no es un asunto de ideologías o de ubicaciones ambiguas de izquierdas o derechas, sino de respetar en serio la vida humana y todos los derechos que ésta conlleva, empezando por la libertad de las personas para desarrollarse, para comerciar, para dedicarse al oficio o trabajo que más les convenga.

La libertad individual es el sustento indispensable para superar el aislamiento, para poseer bienes, para intercambiarlos, para expresarse, para crear civilización y para convenir libremente en instituciones que funcionen. El mayor fraude cometido contra naciones enteras, a lo largo de la historia, ha sido negar estas libertades aduciendo una pretendida justicia, que jamás llega y que siempre, tarde o temprano, se traduce en la más brutal de las injusticias.

Esa es la verdadera tragedia en países como Haití.

sábado, 9 de enero de 2010

Bendita “máquina de impedir”

La ley, en los países en los que la ley se respeta, es odiosa para quienes aspiran a ser déspotas. Es, para aquellos con vocación irrefrenable de poder omnímodo y absoluto, una formidable “máquina de impedir”.

He entrecomillado la frase “máquina de impedir” porque fue precisamente la frase que utilizó Néstor Kirchner, el poder tras la presidenta argentina, Cristina Fernández, quien “casualmente” es su esposa, para lamentar que él y su cónyuge no pueden hacer lo que quieren al no contar con una mayoría absoluta y dócil a sus caprichos y ocurrencias en el legislativo y en el poder judicial.

Fue el 19 de diciembre pasado cuando Kirchner recurrió a la metáfora de la “máquina de impedir” sin el menor empacho, en un discurso que merece figurar en una antología del populismo cursi y arrogante que caracteriza en Argentina a ese envilecimiento de la institucionalidad democrática que se conoce como “peronismo”. Y cito al propio Kirchner:
“Si ahora triunfa la máquina de impedir se nos cae el trabajo y volvemos a situaciones espantosas como las que vivimos en 2001”.


Y otro párrafo de antología de la perorata del horror populista de Néstor Kirchner:

Queridos, es difícil. Un día como hoy con el corazón en la mano les dije que no iba a dejar las convicciones y las ideas en la puerta de la Casa Rosada. Creo haberlo hecho, con fuerza y con pasión. Me tocó una Argentina que estaba en llamas. Quiero agradecer dos cosas: una a mis pibes, siempre ahí soportando el agravio y el insulto. Y a mi compañera, la presidenta coraje”.


El matrimonio Kirchner acababa entonces de dar otra muestra de por qué odia la “máquina de impedir”: Con total desprecio de la ley y de las instituciones democráticas, la presidenta decorativa (es el “adorno conyugal” tras el cual Néstor manda sin freno) pretendió el 14 de diciembre que el banco central de Argentina usase más de 6 mil millones de dólares de las reservas para pagar deudas del gobierno cuya vencimiento es inminente. Por supuesto, el presidente del banco central autónomo, Martín Redrado, se negó. Simplemente porque la ley – sí, esa formidable “máquina de impedir”- le prohíbe a Redrado complacer tales deseos disparatados del gobierno. No es un asunto de diferencia de pareceres políticos o de simpatías o antipatías ideológicas o partidistas. Es un asunto de respetar la ley o de burlarse de ella. Redrado la respeta. El matrimonio Kirchner, la burla.

Por fortuna no sólo el presidente del banco central argentino honró su juramento de cumplir y hacer cumplir la ley, también lo hizo el poder judicial: Ayer viernes 8 de enero, María José Sarmiento, jueza federal en lo contencioso administrativo, frenó la pretensión de los Kirchner de disponer de las reservas. Y recordó otro precepto legal, que el matrimonio Kirchner desdeña y pretende burlar escandalosamente: La Constitución argentina señala que el Poder Ejecutivo Nacional no podrá “en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo”. Eso es precisamente lo que hizo la presidenta Cristina Kirchner al pretender “legislar” qué uso se le debe dar a las reservas del banco central.

Si la ley es vista por los tiranuelos como una odiosa “máquina de impedir”, ¡bendita máquina de impedir, que nos protege de los déspotas!

Por eso, se dice que hay dos grandes realidades que dan fundamento a la democracia y que ambas se escriben con la letra inicial “L”: Libertad y Ley.

sábado, 2 de enero de 2010

Las mujeres y los paradigmas del trabajo

En los próximos meses las mujeres cruzarán en Estados Unidos el “ecuador laboral”: Habrá más mujeres que hombres con empleo en esa economía, la más poderosa del planeta. Además, en 2010 habrá más mujeres que hombres graduándose en universidades en el conjunto de los países de la OCDE. Estos datos específicos ¿son una victoria para “la causa de las mujeres”? Esa es una de las preguntas inquietantes que ha puesto en circulación el jueves pasado el semanario británico “The Economist”, al dedicar su artículo de portada a desmenuzar hechos, datos y tendencias acerca de la situación laboral de las mujeres en el mundo.

Sin desdeñar estos avances – considérese, por ejemplo, que en 1970 parecía impensable que las mujeres se volviesen el género dominante en las universidades y dentro de la población económicamente activa-, sería ingenuo creer que “la causa de las mujeres” (denominación global para hablar de las llamadas reivindicaciones de género) ha triunfado o que este nuevo panorama está exento de problemas.

Primero: Se trata de tendencias avasalladoras, pero en los países ricos o desarrollados; en otras latitudes las mujeres están lejos de habar avanzado tanto. Segundo: Estos hechos no se traducen automáticamente en mejores salarios para las mujeres como conjunto; las mujeres siguen ganando, en promedio, menos que los hombres en el mundo del trabajo. Tercero: Detrás de esta tendencia están surgiendo graves problemas sociales y culturales: ¿Quién se hará cargo de los niños pequeños?, ¿es deseable que el Estado y los sistemas de instrucción pública se conviertan en la gran niñera?, ¿debe la mujer renunciar al privilegio de la maternidad para poder competir en verdadera “igualdad de condiciones” con el hombre?, ¿qué consecuencias económicas tendrá la cada vez más elevada disminución de las tasas de natalidad, agravada por el hecho de que cada vez más mujeres tienen que elegir entre hogar y desarrollo laboral pleno?, ¿estamos los hombres preparados para desempeñar con calidad y eficiencia el papel de cuidadores del hogar?, ¿estamos dispuestos a que la mujer sea la proveedora económica principal en el hogar?

En países menos desarrollados la situación es un poco diferente y tal vez más grave. Por ejemplo, el 23 por ciento de los jefes de familia en México son mujeres (datos de 2005…y contando). Sin embargo, sólo 38 por ciento de las mujeres en edad de trabajar forman parte de la población económicamente activa, mientras que del total de los hombres en edad de trabajar, el 52 por ciento pertenece a la población económicamente activa.

Este conjunto de desafíos no se solucionan ni única ni principalmente con las llamadas “políticas de género” – que por lo demás suelen arrojar resultados más retóricos que efectivos-, sino con paradigmas laborales muchísimo más flexibles (trabajo desde el hogar, horarios abiertos, evaluación de la productividad por resultados más que por rutinas cumplidas, eliminación de restricciones de edad y de residencia para el trabajo) que se traduzcan en legislaciones laborales que le den más poder y oportunidades a los individuos y se lo quiten a organizaciones e intermediarios, como los sindicatos tradicionales.

En todo caso si el siglo XXI ha de ser, según dicen, el siglo de las mujeres, debemos prepararnos desde hoy para resolver los desafíos – morales, sociales, culturales y económicos- que esa tendencia generará.

Por lo pronto, machos: absténganse o dejen de serlo.