viernes, 30 de noviembre de 2018

Elogio de la tecnocracia

Tenemos dos grandes tareas en esta vida: descifrar y cifrar. En ese orden: entender y, después, darnos a entender.

La cultura del espectáculo, a la que me he referido como "la maldición del escaparate" , nos lleva con frecuencia a invertir ese orden con consecuencias desastrosas. La prisa por "decir algo" o por encerrar en una fórmula, en una frase o en una simple etiqueta, (eso es "cifrar") la complejidad de lo real, conduce con abrumadora frecuencia a la proliferación de interpretaciones simplistas, que si bien calman de momento nuestro prurito por explicarnos el mundo son, a la postre, disparates. 

La red que arrojamos al mar está tan mal tejida que a lo sumo pescamos dos o tres desechos, restos salitrosos o vestigios de limo de algún alga podrida. ¡Y a eso le llamamos "hallazgo" y nos regodeamos exhibiéndolo como el "no va más" de la sabiduría!

Hoy, 30 de noviembre, en la víspera de que en México se inicie un nuevo periodo presidencial, algunos propagandistas nos ofrecen algunas "fritangas de bajo costo para consumo de intelectos escuálidos", etiquetas, pues, que pretenden cifrar en unas palabras carentes de sentido todo la complejidad y riqueza de lo real. Nos dan "antojitos" para engañar el hambre de saber. Tal es el caso de un par de fórmulas simplonas y tontas que hallé en las "redes sociales", esas redes mal tejidas y peor usadas que bendicen los bisoños pescadores.

Primera fritanga de bajo costo: "Termina la era de 30 años de tecnocracia y empieza la cuarta transformación".

Segunda fritanga, misma basura intelectual y bajo costo, diferente presentación: "Finaliza la larga noche del neoliberalismo".

Patrañas que no merecen atención y dicen más sobre la precariedad intelectual y analítica de sus autores, que sobre los hechos actuales y por venir. Sin embargo, me llamó en particular la atención esa fantasía infantil de que de un día para otro se esfumará eso que llaman "tecnocracia".

En sentido estricto, la tecnocracia sería el predominio de la técnica, que es la forma correcta de hacer las cosas para lograr algo, sobre los meros deseos voluntariosos o fantásticos. 

No es que a quien se atiene a la técnica, para hacer algo, le falte la buena voluntad que parece sobrarle al soñador, se trata simplemente de que quien se ajusta a la técnica (o a la ciencia, de la cual se deriva la técnica) sabe lo que el soñador ignora, ya sea porque nadie ha tenido la bondad de enseñarle al soñador, o porque el soñador se empeña en no saber, será que teme enfrentarse con los límites de la realidad o porque le fatiga la tarea laboriosa e interminable de descifrar y prefiere imaginar, fantasear. Cifrar patrañas sin descifrar realidades...

Lo siento, pero dos más dos seguirán sumando cuatro. Y para tomarnos un buen café seguiremos necesitando, además de buenos granos de café, ajustarnos a la técnica correcta para elaborarlo (hacer un buen café "con amor" es algo maravilloso, pero sin buenos granos de café y sin técnica no tendremos buen café, aunque derrochemos amor o buenos deseos). 

Para levantar un edificio seguirá siendo necesario empezar por unos buenos cimientos...

 y para cuadrar las cuentas fiscales seguirá siendo necesario ir en orden: primero, saber lo que tenemos; después, calcular correctamente lo que debemos; tercero, hacer la resta para saber lo que nos falta (déficit fiscal) y, al final, buscar una forma viable, factible, de allegarnos los recursos que nos faltan para cuadrar lo que tenemos con lo que nos proponemos gastar.  O gastar menos, eliminando, con buena técnica (no con deseos o revanchas dictadas por la pasión o el resentimiento), lo menos indispensable.

¿Tecnocracia? Sí. Y no porque la técnica mande, sino porque la realidad no tiene puerta de escape. Y la realidad, ella sí, manda y sin "realidades alternativas", queramos o no.






sábado, 17 de noviembre de 2018

Lecciones sencillas de Hacienda Pública en el siglo XVI... o en el XXI

Era tan poderoso el imperio de Felipe II, presumía él mismo, que en sus tierras "jamás se ponía el sol", pero era un imperio en quiebra.


En enero de 1574 el propio Felipe II (un rey lleno de tremendos contrastes: piadoso y cruel; meticuloso y desordenado; detallista y tosco; cortés y odioso) tuvo que admitir que o se ponía orden en la Hacienda Pública o su imperio se derrumbaría en breve. 

Entre otras cosas, mantenerse en constante estado de guerra en lugares tan distantes como lo pueden estar los Países Bajos de la Florida o de Túnez costaba una fortuna, por no hablar del sostenimiento de una burocracia pesada, obsesiva con el papeleo (a imagen y semejanza del soberano) y la proliferación de reglas y disposiciones (frecuentemente contradictorias entre sí, también a imagen y semejanza del soberano aficionado como el que más al "disimulo" y a ocultar sus intenciones genuinas) así como de una corte pletórica de ambiciosos y taimados.

Fue así como, después de largas cavilaciones y no sin temor (porque Felipe II rehuía firmemente el otorgar poderes amplios a ningún funcionario), decidió nombrar a Juan de Ovando, hasta entonces presidente de Indias, también como presidente de un flamante Consejo de Hacienda con amplísimos poderes y con la misión imperiosa de supervisar "todas las actividades fiscales de la Corona y él solo (Ovando) se encargaría de informar directamente al rey, dinamizando de este modo tanto la elaboración como la puesta en práctica de las medidas a adoptar" (ver: Felipe II, la biografía definitiva, de Geoffrey Parker actualizada en septiembre de 2009, Grupo Planeta 5a. edición, Cito la edición de Kindle, posición 11183-11186).

Ovando envió un documento al rey en el que "se centraba en los problemas fiscales concretos a los que se enfrentaba la Corona, procurando hacerlo de forma que pudieran ser comprendidos incluso por el rey. Lo escribió todo con una caligrafía inusualmente grande y utilizando sólo términos sencillos, como si se dirigiera a un niño pequeño, bajo el encabezamiento «Para nos entender y podernos valer de la Hazienda Real, es menester, tomándolo de raíz, considerar quatro cossas»..."

Vale la pena citar textual, y en su forma original, "las cuatro cosas" que expone Ovando a Felipe II porque son toda una lección de política fiscal. Aquí van:


«1. Que es lo que tenemos». Ovando calculaba los ingresos anuales de la Corona de Castilla «sobre que se puede hazer y está hecha situación [de juros], según lo que valió el año de 1573»: el total ascendía a poco más de 5,6 millones de ducados. «2. Que es lo que devemos». Aquí Ovando detallaba esta «situación», el valor actual neto de los juros reembolsables a partir de los ingresos anteriormente citados, algunos asignados ya con seis años de antelación, junto con la cantidad debida en los asientos a corto plazo. El total alcanzaba más de 73 millones de ducados, más de trece veces los ingresos anuales de Castilla. «3. Qué nos resta, falta y hemos menester». Ovando apenas necesitaba afirmar lo obvio, pero, para educar a su rey, lo hizo: «Resta qué nos devemos mucho más que tenemos de renta, y que nos falta todo lo qué es menester.» Entre los pagamentos imprescindibles destacó: casi 100.000 ducados al mes para la casa real y la defensa local. 250.000 más cada mes para el interés en juros. un millón de ducados al mes para los «exércitos de mar y tierra que basten para refrenar y sujetar los enemigos turcos y hereges». Ovando calculaba el total de los compromisos de la Hacienda en casi 50 millones de ducados, mientras que sus activos, según le recordaba a su señor, no superaban los 5 millones. «4. De donde y como lo proveeremos». Sorprendentemente, Ovando no sugería una reducción del gasto destinado «para refrenar y sujetar los enemigos turcos y hereges, porque es cierto que sino los sujetamos que nos han de sujetar». En cambio, proponía dos formas de encontrar los fondos para las dos guerras: aumentar los ingresos y reducir los pagos a los asentistas. Para lo primero, se mostraba partidario de más incrementos y ampliaciones en el encabezamiento de las alcabalas (algunos de los nuevos impuestos se utilizarían para amortizar la deuda pública: el desempeño), así como de incautar todo el oro y la plata que llegara en las próximas flotas procedentes de América, tanto si iba destinado a particulares o a pagar a los acreedores de la Corona. Para reducir el pago de la deuda, recomendaba no sólo bajar unilateralmente el tipo de interés sobre los juros existentes, sino también emitir un decreto de suspensión de pagos que confiscaría tanto el capital como los intereses acumulados en todos los asientos firmados con banqueros desde 1560, obligando a los asentistas a aceptar nuevos juros como amortización. Ovando insistía en que estas tres medidas debían entrar en vigor simultáneamente: las Cortes incrementarían el encabezamiento en el mismo momento en que el rey emitiera el decreto y sus funcionarios en Sevilla confiscaran el tesoro."

Hasta aquí la larga cita de la muy pedagógica exposición de Ovando. A mi juicio, es magistral la sencillez con la que resume los cuatro pilares de una política hacendaria o fiscal y el orden en que deben analizarse: 1. Lo que tenemos, 2. Lo que debemos, 3. Lo que necesitamos, esto es: el déficit fiscal y 4. Cómo financiaremos el déficit fiscal.

¿Qué pasó?
Que a Felipe II, quien sin duda era un hombre sagaz y muy inteligente, pero también imbuido de una inamovible convicción mesiánica (nunca dudó de que él estaba destinado por Dios a defender la fe católica, en un mundo lleno de acechanzas de herejes e infieles), le pareció el plan fiscal de Ovando demasiado ambicioso y optó, fiel a su acendrado "mesianismo", por dejar las cosas en manos de la providencia divina. Por supuesto, la mayor parte de sus ministros y consejeros apoyaron ese peligroso abandono "providencialista". 

Parker lo expresa así:

A Felipe le parecía un plan demasiado ambicioso, y lo rechazó en favor de una ofensiva que le ayudase a lograr la intercesión divina. En marzo de 1574, cuando llegaron noticias tanto de la invasión de Luis de Nassau en los Países Bajos como de la venida de una enorme flota turca para vengar la pérdida de Túnez y Bizerta, Felipe instó a los clérigos de Castilla a rezar por un milagro, pues resultaba «tan necesario, como tenéis entendido. Y con esto espero en su [divina] misericordia que la tendrá de nosotros, pues es suya la causa, y serlo, y lo que se pierde de su servicio y religión, es lo que más pena me da en estos negocios y cuydado».

¿Confió Felipe II en demasía en la intervención divina? No lo creo, más bien pareciera que la invocación a Dios y a su providencia (como si Dios desease las guerras de religión y, a la postre estuviese al servicio de Felipe II, en lugar de que éste fuese el humilde siervo de Dios que pretendía ser) era una forma disimulada (ah, el sempiterno disimulo de Felipe II) de alimentar su gran narcisismo y eludir, al fin y al cabo, la responsabilidad que conlleva la libertad.

Que cada cual entienda, aquí y ahora, en México y en vísperas de que conozcamos el primer plan fiscal de un nuevo gobierno, lo que haya menester.