Si literalmente te cae un camión repleto de basura en la cabeza, cuando esperabas, quitado de la pena, la “luz verde” del semáforo sentado frente al volante de tu auto, nadie puede llamarte quisquilloso si buscas a los responsables de la desgracia.
No se trata de un hecho azaroso e imprevisible, sino de un incidente en el que debe haber quienes respondan personalmente, cada uno de ellos.
Lo mismo pasa si te meten un balazo en la cabeza en el baño de un bar por “quítame de aquí estas pajas”. Se supone que el bar no debiera estar abierto al público a esas horas; se supone que en los bares de esta ciudad no puede entrar la gente con armas de fuego. Tal parece que es más fácil dispararle a alguien en un bar que encender un cigarrillo ahí en donde los moralistas reglamentos lo prohíben bajo amenaza de grandes penas. No importa, en este análisis, lo inopinado que resulta estar a las cinco de la mañana de un lunes divirtiéndose en un bar. Cada cual busca curarse su mediocridad como puede.
Alguien tiene que ser el papá de la criatura o, para decirlo con precisión: Algunos tuvieron que haber contribuido, en diferente grado, en diferente medida, a que se diera a la luz el engendro. Y esos “algunos”, cada cual personalmente, tiene que responder por el fruto de sus actos o de sus omisiones.
La impunidad, que tanto nos indigna, surge ahí donde independientemente de leyes formales o meramente escritas, éstas no funcionan como se supone que debieran funcionar. El problema no es multiplicar las prohibiciones, sino que las leyes y su aplicación puntual estén diseñadas de tal forma que efectivamente disuadan a los potenciales infractores. Y que las leyes, además, se cumplan.
Desde el punto de vista de la economía institucional o del análisis económico de las instituciones, éstas dejan de ser tales cuando no funcionan. Y la existencia de impunidad es una disfuncionalidad radical de las leyes o, mejor dicho: La impunidad nulifica las instituciones. Genera la percepción de que “todos estamos amenazados”, de que todos estamos en peligro porque la ley, el supuesto estado de derecho es, para todo fin práctico, inexistente.
Sospecho que la raíz más profunda de la impunidad deberíamos rastrearla en la multitud de coartadas colectivistas que nos vendieron las ideologías en el siglo XX, del nacional-socialismo al bolchevismo, pasando por el fascismo italiano y sin olvidar los colectivismos de derecha e izquierda que surgieron en la primera mitad del siglo pasado en América Latina y en España. Tales espantajos ideológicos nos regalaron, junto con el colectivismo, la irresponsabilidad personal, al mismo tiempo que nos despojaron de la libertad individual e intransferible. Pésimo negocio.
Las leyes son, cierto, herramientas públicas pero existen para exigir responsabilidades personales, individuales, no falsas responsabilidades colectivas tras las cuales todos podemos parapetarnos: “Es el sistema”, “es el ambiente”, “es el gobierno tal o el partido o cual”. El hecho de que un sujeto se convierta en personaje público, digamos funcionario de un gobierno, no le despoja de su responsabilidad individual. Al contrario, su responsabilidad individual se agudiza, por así decirlo y debe dar cuentas, personales, individuales, ante el resto de la sociedad, empezando por sus víctimas. Y reparar, hasta donde sea posible, los daños causados.
Aun los desdichados engendros que son producto de violaciones tumultuarias, animadas por el anonimato de las multitudes, tienen padres con nombres y apellidos individuales.
Mientras creamos válidas las coartadas colectivistas permaneceremos como rehenes – o infames beneficiarios – de la impunidad.
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