Quien carece de talento histriónico debe abstenerse de gestos teatrales, salvo que desee infligirse la pena del mayor ridículo.
Esto le sucedió hace unos días al señor Marcelo Ebrard, quien es conocido como jefe del gobierno de la deteriorada capital del país. Pretendiendo hacer una barata exhibición de entereza ante la adversidad, Ebrard tomó una rejilla de huevos (durante una exposición de proveedores de la industria del pan y de la pastelería) la mostró a las cámaras que diligentes lo siguen por doquier y exclamó fatuo: “Para que los vea Sandoval”.
Craso error. Ebrard exhibió varias de sus más inocultables carencias: No tiene ni una pizca de talento para ser actor, ni siquiera mediocre; tampoco le es dable presumir de hombría de bien o de entereza ante la adversidad cuando los atributos que vulgar y equívocamente se asocian a esas virtudes – los huevos en el uso más deleznable de los símbolos- los tuvo que tomar prestados; mucho menos su biografía, plagada de episodios que más bien parecen exhibir cobardías, dobleces y genuflexiones serviles, se conduele con la integridad moral que es la única prenda que valdría la pena mostrar ante la opinión pública cuado uno alega, como es el caso de Ebrard, que su buena fama y reputación han sido mancilladas por un lenguaraz.
Asociar unos huevos al valor o a la entereza es un insulto soez a la condición igualitaria – desde el punto de vista moral y jurídico- de los sexos; majadería que agravia doblemente a las mujeres.
Ya se sabe que el funcionario – afecto como tantos políticos a la teatralidad y la farsa- está empeñado en una rencilla personal con otro personaje de histrionismo vulgar y desagradable que, por desgracia, es jerarca de la Iglesia Católica.
Lo único rescatable, en medio de ese pantano moral, era que al menos uno de los contendientes, Ebrard, hubiese atinado a exigir una disculpa pública del agresor verbal. Quien acusa debe probar y punto. Y si no es capaz de probar sus dichos lo que procede es lamentar públicamente tan grave error y reparar en lo que se pueda el daño causado. Era rescatable que en lugar de un intercambio de majaderías Ebrard hubiese apelado a los mecanismos legales que, de forma muy endeble por cierto, buscan sancionar conductas delictivas, como son la difamación y la calumnia. Era, hasta que a Ebrard le ganó la teatralidad… y lo alcanzó su propia historia.
Esto último – la historia propia nos persigue por doquier, al igual que la nube de cámaras y micrófonos persigue a los políticos- se le ha olvidado a Ebrard.
Se le olvidó que él calumnió en 2006 a un centenar de escritores e intelectuales insinuando que habían recibido dinero para engrosar sus carteras a cambio de reconocer el triunfo de Felipe Calderón en la contienda electoral por la Presidencia de la República.
Se le olvidó que él, como jefe de la policía en la capital, mostró una atroz ineptitud y un abominable desprecio por la vida del prójimo, durante el linchamiento de tres agentes federales en Tláhuac.
Se le olvidó que se mostró omiso y cobarde para defender a una mujer, Elena Poniatowska, cuando el llamado subcomandante Marcos exigió, el 9 de mayo de 2006, que la escritora abandonase de inmediato un mitin que el tal Marcos presidiría en el Zócalo de la ciudad de México.
La reciente exhibición de Ebrard entraña – por lo menos- una gran justicia poética: Mostró que eso, lo que la vulgaridad populachera asocia a los huevos, es precisamente de lo que carece.
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