Recibí por correo electrónico la pieza de propaganda de una televisora que anuncia así algunos de sus programas de opiniones:
“El periodista Fulano de Tal pone el dedo en la llaga en el programa Equis sobre el tema sensible de los planes que había para habilitar una refinería en Hidalgo…”
Dos párrafos más adelante encuentra el lector, en la pieza de propaganda de la televisora, esta otra joya:
“El experto analista Perengano López pone el dedo en la llaga que tanto enfrenta a cineastas y escritores: llevar obras escritas a la pantalla grande…”
La primera conclusión que obtuve de esta lectura fue que el anónimo redactor de tales anuncios, además de sostener una guerra sin cuartel contra la sintaxis, tiene serios problemas con los dedos y las llagas. Se le aparecen por doquier dedos entrometiéndose en llagas purulentas.
Si dichos textos buscan entusiasmar a los desprevenidos lectores con los programas de opiniones que ofrece la televisora, sospecho que estamos ante un fracaso rotundo.
No me apetece escuchar la perorata de un “experto analista” que describa al auditorio el doloroso enfrentamiento entre cineastas y escritores por la posesión de una llaga: “Esta llaga es mía, yo la vi primero”, “¡mentira!, la llaga es de quien la trabaja”.
Mucho menos puedo imaginarme trémulo de expectación ante la pantalla de mi televisor para presenciar cómo un sesudo crítico universal mete su dedo índice (gordo y coronado por una uña lúgubre) en una llaga de aspecto nauseabundo: sangre coagulada y otras excrecencias asquerosas. Como la televisión es un medio “muy completo” en materia de sensaciones, que deja poco qué hacer a la imaginación, este dedo que se entromete en las llagas con singular fruición, debe ir acompañado de horrísonos gritos de dolor por parte del llagado.
¿Qué se supone que hace el espectador anhelante ante esta exhibición? Pegar también gritos, pero de entusiasmo: “¡Bravo!, ¡bien hecho!, ¡ya era hora de que alguien mostrase a todo color y sin ahorrarnos detalles repugnantes las llagas!, ¡que se hunda hasta el fondo su dedo acusador en ellas!, ¡duro!, ¡no te detengas!, ¡que el llagado grite hasta exhalar su último suspiro!”
Aquí debo hacer un paréntesis para adelantarme, si es posible, al regaño que me dispensará – no falla – algún avispado lector de esta columna sabatina: “No sea usted idiota, Medina, la frase ‘poner el dedo en la llaga’ es una metáfora; sólo un ignorante como usted la puede interpretar en sentido literal”.
Aclaro que entiendo perfectamente que “poner el dedo en la llaga” es un símil. Lo que digo es que es un símil imbécil y retorcido que refleja el sueño más o menos secreto que abrigamos, desde nuestros primeros pinitos, miles de aspirantes a periodistas.
Desde que estamos en la escuela, aburriéndonos con alguna clase de gramática para principiantes, soñamos que un día seremos los dueños privilegiados de un afilado dedo revelador y escrutador de llagas. “¿Qué quieres ser de grande Ricardito?” – pregunta la tía Hortensia. El niño – futuro periodista renombrado- responde con aplomo: “Lo mío, tía, será poner el dedo en las llagas; no quedará llaga que pueda ocultarse a mis inquisiciones y no habrá llaga que quede sin ser tocada por mi dedo acusador”. La tía Hortensia, caritativa, se ahorra un comentario cáustico sobre la afición de Ricardito a usar su dedo acusador más bien para hurgarse las narices.
En fin, una vocación sublime. ¿No creen?
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