Es cierto que la liquidez que inunda hoy a varias economías emergentes implica riesgos y representa un desafío para las autoridades financieras de dichas economías.
También es justificado el escepticismo de quienes piensan que, para el caso de los Estados Unidos, una segunda ronda de relajamiento monetario – a través de nuevas compras que haría el sistema de bancos de la Reserva Federal de bonos del Tesoro estadounidense – no dará los resultados esperados, porque “una cosa es llevar el caballo al río y otra, mucho más difícil, hacer que el caballo beba”.
Pero igualmente cierto es que para los agentes económicos en los países emergentes que están siendo inundados de liquidez, la situación representa una oportunidad formidable, tal vez única, para obtener en condiciones inmejorables – en términos de costo – el capital que requieren muchos emprendimientos productivos, que de otra forma quedarían en eso: sólo en proyectos.
La clave para que la oportunidad no se convierta con el paso del tiempo en un desastre, sino en una historia de éxito, es que tales emprendimientos de veras signifiquen la creación de valor agregado y representen mejoras tangibles en la productividad.
Detrás de esto hay, desde luego, varias condiciones: que funcionen bien los mercados de capitales en dichas economías emergentes, que se respeten los derechos de propiedad intelectual, que se despolitice de una vez por todas el gran tema de las reformas de segunda generación, pensadas precisamente para desatar la productividad y no para inhibirla.
Pretextos para volver a fallar ante una nueva oportunidad de despegue no faltan. Uno de los pretextos más paralizantes es una suerte de pesimismo fatalista que acompaña muchas de las observaciones de los críticos consuetudinarios. Además de abrumar al paciente (a nuestras economías) con diagnósticos, esa cauda de lamentaciones nos hace perder la concentración en lo verdaderamente importante: crear valor, generar riqueza. Si se me permite la humorada, diría que estamos tan obsesionados en exhibir nuestras carencias que ya se nos olvidó por qué y para qué deseábamos remediarlas. Más aún, parecería que nos refocilamos en advertir los obstáculos y en agigantar los riesgos.
Todo ello abona, en un círculo vicioso lamentable, nuevas lamentaciones (“¿ya vieron como tuve razón en ser pesimista?”) y va solidificando la convicción, totalmente falsa, de que las cosas no tienen remedio.
Los lamentos cotidianos, a su vez, se nutren con delirios de grandeza: el pesimismo no es específico, sino totalizador. No nos conformamos con censurar lo más próximo e inmediato, sino que adornamos nuestras afiladas y despiadadas críticas con una visión más que panorámica, cósmica (y cómica), universal y absoluta.
Las oportunidades, con todo y sus riesgos, ahí están. Aprovechar la extraordinaria liquidez que ha empezado a venírsenos encima depende de que sepamos actuar con pragmatismo. No arreglaremos todos los problemas del país, no erradicaremos la pobreza ancestral, simplemente eso no está en nuestras manos. Lo que sí podemos hacer es añadir valor, vincular nuestras capacidades con los recursos disponibles.
Lo podemos hacer hoy mismo.
¿O el problema, el verdadero problema, es que no queremos hacerlo?, ¿será que la lamentación cotidiana no sólo se nos ha vuelto hábito, sino medio de vida, zona de comodidad a la que no estamos dispuestos a renunciar?
muchas ideas en un pequeño texto, tan concentrado que a la primera leída no se entiende todo.
ResponderEliminareste pesimismo tan pregonado por tantos puede ser racional como en el caso de los pobretólogos o poverty pimps que viven de él.
o simplemente estúpido como un enfermo que inconcientemente utiliza su enfermedad para llamar la atención y la va a extrañar el día que se sienta bien.
vale la pena aprender a distinguir uno de otro.