Un tugurio es un “establecimiento pequeño y mezquino”. Un antro es, a su vez, un “establecimiento de mal aspecto o reputación”. ¿Cuál es la diferencia?
Si, como aseguran hoy los pontífices de la comunicación, nuestros ínclitos legisladores en la capital del país discuten en estos días una “ley de los antros”, ¿por qué no habrían de crear también una “ley de los tugurios”?
Alguien dirá que esto de llamarle “antros” a los bares, discotecas, y demás establecimientos de alboroto nocturno, sólo refleja la espiral descendente o el proceso de degradación al que hemos sometido al lenguaje. Lo mismo que sucede cuando algún afamado periódico, de aires tan aldeanos como arrogantes, ha decidido adoptar la jerga de los delincuentes e informa que “tres personas fueron levantadas ayer en la calzada de los Remedios y se teme por su vida”.
Pero se trata de un fenómeno más amplio y demoledor. Asistimos despreocupados y hasta entusiastas a un vertiginoso descenso de la calidad humana; un desgaste adicional de neuronas y nos “comunicaremos” mediante gemidos espasmódicos y zarandeos músculo-esqueléticos. Aullidos de animalitos vagando en las lindes de la selva a la búsqueda de un mendrugo.
Obedecemos, sin percatarnos, a una implícita pero rigurosa ley de los tugurios, que consiste en degradar la inteligencia para mejor asemejarnos a bestias más o menos repulsivas. El proceso de descenso en espiral vertiginosa arroja, por sorprendente que parezca, algunas ganancias particulares. Alguien, en medio de la progresiva caída, obtiene beneficios. Por lo pronto, ganan los incompetentes que ven avanzar su imperio y encuentran, en el mundo de los tugurios, que la chapuza y la simulación ya no sólo son toleradas, sino premiadas con palmaditas de “reconocimiento social”.
No es extraño, en este medio degradado, que confundamos instituciones con tugurios, establecimientos mezquinos, de mal aspecto. Dicho en lenguaje de tugurio, “le echamos más agua a los frijoles y aumentamos el número de invitados a la fiesta”. Dicho en buen español: “cualquier componenda de tugurio puede festinarse como arreglo institucional; pactemos, pues”.
En Grecia se resisten a comportarse como “prusianos del mediterráneo”. Conjeturan que podrán librar el trance “echándole más agua a los frijoles”. Procedimiento similar, en esencia, al de añadirle otro carril imaginario a la avenida – “pinta una raya más”- para incrementar la capacidad de la vereda de asfalto.
Hasta donde me quedé, el primer día de mayo, que es hoy, es el día del trabajo. Lo que, en lenguaje de tugurio, significa que hay que luchar, frenéticos si es preciso, por “el puente” correspondiente. Demandar, aullar, por nuestra holganza revolucionariamente conquistada. Que quede claro: no aceptaremos reformas laborales ominosas y neoliberales con sus improntas de productividad, valor agregado e inteligencia. Queremos holganza, no reformas.
Oí decir a un legislador que ellos trabajan con frenesí en estos días. Pero mientras el esforzado hablaba en la tribuna, apareció al fondo del salón un personaje reputado como indiscutible líder parlamentario, partía plaza regalando, con aire de perdonar vidas, desdeñosos saludos. La ley de los tugurios: “Ya llegó por quien lloraban”. La aduana por donde todos tienen que pasar y a quien todos tienen que suplicar. Eso sí: ¡qué fatigoso debe ser echarle más agua a los frijoles!
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