El conjunto configura un panorama de conmoción y desconcierto no exento de humor, de tal forma que podría calificarse de insólita mojiganga, que es - en buen español- "obrilla dramática muy breve, para hacer reír, en que se introducen figuras ridículas y extravagantes". También se dice que una mojiganga es: "cosa ridícula con que parece que alguien se burla de otra persona" y, se define también la dichosa mojiganga como "fiesta pública que se hacía con varios disfraces ridículos, especialmente en figuras de animales".
Las tres acepciones son aplicables a lo que hemos presenciado en esta primera semana de julio.
Tigres temibles que, de súbito, parecen gatitos tiernos; conversos repentinos que hacen penitencia y claman por el perdón de sus pecados; acólitos que arrojan la espada para sostener el incensario. Algunos juran haber visto a un singular Cid Campeador de pelo cano y sonrisa socarrona; otros cuentan que se trata de un redivivo Francisco de Asís o, más insólito aún, que "el lobo de Gubbia, el terrible lobo" que decía Rubén Darío, se ha vuelto manso y lame sumiso las sandalias del Santo de Asís...
Sucede algo que me recuerda la deliciosa descripción que hiciera Benito Pérez Galdós de la inauguración de las Cortes de Cadiz en 1812, evento que fue visto, en su día, lo mismo como presagio del fin del mundo -un cataclismo- que como aurora de tiempos promisorios e insólitos, el recomenzar del paraíso terrenal.
Cito, a manera de ejemplo, lo que Galdós hace decir a uno de sus personajes, que es obviamente desafecto a lo que ve en la inauguración de las Cortes:
"Nada, nada - dijo don Pedro con ironía-. Si ahora vamos a estar muy bien; si vamos a ver aquí el siglo de oro; si no va a haber injusticias, ni crímenes, ni borracheras, ni miserias, ni cosa mala alguna, pues para que nada nos falte, en vez de padres de la Iglesia, tenemos periodistas; en vez de santos, filósofos; en vez de teólogos, ateos".
Cada cual su gusto ante el espectáculo. Habrá quien censure que yo lo moteje de mojiganga, es decir: como algo que llama a risa, pero creo que ello es, por el contrario, venturoso. Primero, porque repudia la solemnidad tiesa a la que tan afectos somos, dicen, los mexicanos; segundo, porque nos recuerda que estos fenómenos, observados a la distancia, puestos en perspectiva, son efímeros, apenas entretiempos, entretenimientos que más vale tomar con ánimo risueño, que así como no hay males que duren siglos, tampoco hay tropiezo que sea permanente, ni que carezca de remedio.
Claro, a las ilusiones seguirán los desencantos. Pero así es la vida y así la naturaleza humana.
Tiempo habrá para reflexionar, después de reír.
Tiempo habrá para corregir los dislates, tras refocilarse en ellos.
Tiempo para morderse la lengua, como epílogo al inopinado insulto o al desafinado himno que confunde triunfo con revancha resentida.
Tiempo habrá...
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