jueves, 19 de julio de 2018

Cuando el otro López arrasó...

El lunes 22 de septiembre de 1975 se proclamó que el candidato del PRI a la Presidencia de la República, en las elecciones federales del año próximo, sería José López Portillo y Pacheco. Lo recuerdo bien. El jueves anterior, el 18 de septiembre, habíamos sepultado a mi hermano Alfonso Javier en el Panteón Jardín, en el mismo "lote" en que reposaban los restos de mis abuelos paternos, Beatriz y Salvador. Lo recuerdo bien. Once días antes del famoso "destape" de López Portillo, el jueves 11 de septiembre, yo había cumplido 21 años. Lo recuerdo bien, ocho días antes, el domingo 14 de septiembre, José Ignacio, mi hermano mayor, cumplió 24 años y sin duda fue el peor cumpleaños que habría de recordar en toda su vida, atribulado como estaba por la desaparición y búsqueda de mi hermano Alfonso, Poncho, Pin-Pon ("pinche Poncho"), de 22 años, que el sábado 13 de septiembre había sido literalmente devorado por las aguas furiosas del río Amacuzac, en Morelos, segundos después de que un remolino volcase la balsa en que él y sus amigos - confiados aventureros- se habían propuesto desafiar los "rápidos" del río. Y recuerdo bien que en esos tiempos nadie hablaba elegantemente del "turismo de aventura" o de los "deportes de alto riesgo". 

Todos, menos Alfonso, lograron salir a flote y llegar hasta la orilla. Empezaba la pesadilla...

Ese sábado 13 de septiembre, hago memoria, me tocó cubrir como reportero de las "fuentes educativas y culturales" de "El Diario de Monterrey" (hoy "Milenio Monterrey") una conferencia que dictó Ernest Mandel, el intelectual marxista y activista trotskista nacido en Frankfurt, en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Interesante, aunque las sesudas opiniones de Mandel no merecerían al día siguiente, domingo, más de 60 líneas en el periódico (hoy, a la distancia, me parecen excesivas). Por supuesto, nada sabía de que mi hermano Alfonso estaba a punto de iniciar, con sus amigos, esa fatal aventura en el río Amacuzac a unos mil kilómetros de ahí. Yo me había mudado a Monterrey un año y medio antes para estudiar Ciencias de la Comunicación en el ITESM. No me enteraría hasta el lunes 15 de septiembre de que Poncho estaba "desaparecido"; mis padres le habían pedido a mi hermano Nacho que no me dijese nada, para no inquietarme en vano; mis padres en esos momentos tenían aún la esperanza de todos los padres de todos los tiempos, cuando los hijos están en peligro: "Poncho aparecerá vivo, seguramente, y hasta divertido. Es un excelente nadador, es fuerte, es decidido"...Esperanzas vanas. 

En medio del dolor que padecíamos, de la infinita tristeza y estupefacción por la trágica muerte de Alfonso, de las angustiosas preguntas sin respuesta, de la consoladora solidaridad (caridad para llamarle por su nombre genuino, hermoso y olvidado), que decenas de familiares, amigos y conocidos nos dieron, especialmente a mis desechos padres, la noticia del "destape" de López Portillo que se proclamaba aquí y allá con gritos de fingido júbilo, con cataratas de adjetivos desgastados por el abuso, era para mí una amarga ironía, un ejemplo atroz de la vanidad de las cosas de este mundo: ¿Cómo puede importarles tanto "eso" - recuerdo que me preguntaba--, cuando estamos padeciendo este golpe brutal, demoledor, cuando el universo entero está en suspenso ante el hecho dolorosamente inexplicable, incomprensible de que una vida joven, maravillosa, llena de proyectos y anhelos, de inquietudes y esperanzas, se haya cancelado de súbito por no sé qué decreto divino incomprensible, injusto, tremendo?

En fin, cada cual sus recuerdos. Para mí, para los míos, fueron días, semanas, meses, tal vez años, desoladores por razones en las que nada importaba la fatua voz de locutor y la estampa de ese político engreído que desplegaba todas sus dotes de seducción para más embelesarse en la estúpida contemplación de sí mismo ante el espejo.

Ya se sabe que el domingo 4 de julio de 1976, José López Portillo y Pacheco, quien se veía a sí mismo como un nuevo (y seguramente perfeccionado) Quetzalcóatl, semejante a un dios, arrasó en la contienda electoral con el 91.9 por ciento de los votos. Ja, ja, ja...el único candidato con registro, por supuesto. Y con el PRI con todo el poder en ambas cámaras legislativas, en todas las gubernaturas de los estados "libres y soberanos". Con execrable humor negro la coalición de partidos con la que triunfó don Q (como le gustaba llamarse a sí mismo a López Portillo, al contemplarse, henchido de viril orgullo, je, je, je, en el espejo del país) se llamó "Alianza por la democracia", compuesta por el PRI y dos pequeños apéndices: el PPS y el PARM.

Muchos años después, el 17 de febrero de 2004, mi padre convalecía en el Hospital Ángeles del Pedregal, al sur de la Ciudad de México, horas después de someterse a una exitosa intervención cardíaca. Le acompañaba mi hija mayor, quien me habló por teléfono para darme la noticia: había un gran movimiento de médicos, enfermeras y personal auxiliar en el área contigua a la habitación que ocupaba mi padre ya que José López Portillo y Pacheco (es muy importante ese "y Pacheco") acababa de morir. Le respondí a mi hija que no lo podía creer, que nada habían dicho los medios de comunicación, los que yo por razones de mi oficio seguía a lo largo del día. Ella se rió: "Claro que no lo saben, papá, acaba de pasar. Uno de los médicos se lo dijo de inmediato a mi Tito (mi padre)". Y así era.
Horas después, en la noche, mi hija y yo pudimos contemplar a unos metros de nosotros los bruscos y airados ademanes y gestos propios de una encendida discusión entre José Ramón López Portillo y la viuda del ex-presidente, Sasha Montenegro, quien estaba en una silla de ruedas. Al parecer, los insignes deudos zanjaron finalmente sus diferencias, se separaron y minutos después se haría "oficial" la noticia del fallecimiento de José López Portillo y Pacheco. 

"Sic transit gloria mundi".     



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