La crisis griega está poniendo a prueba los liderazgos en Europa. Hasta el momento, la firmeza del gobierno alemán – encabezado por Ángela Merkel- exigiendo que el apoyo a Grecia sea la oportunidad para apostar por una mayor disciplina fiscal en todos los países de la Unión, ha dado frutos más tangibles, y creíbles para el público y para los mercados, que la retórica política que invocaba una etérea y bien intencionada “solidaridad” con Grecia en nombre de un romántico “europeísmo”.
Merkel ha conseguido no sólo que participe también el Fondo Monetario Internacional en el rescate a Grecia, lo que obligará a establecer parámetros más exigentes para los ajustes fiscales en ese país, sino también un acuerdo preliminar para establecer mecanismos más eficaces que eviten la indisciplina fiscal y el incumplimiento de los mínimos exigidos a todos los países miembros para pertenecer a la Unión. Incluso si para establecer dichos mecanismos tienen que renegociarse los tratados de Lisboa, algo que al parecer produce un inmenso fastidio, así como un gran miedo, a la burocracia premier de la Unión Europea.
Toda la florida y ampulosa retórica de Nicolás Sarkozy no sirvió para suavizar la posición alemana.
Detrás del episodio, se podría encontrar cierta lección acerca de la gran crisis que aflige a la mayoría de los gobiernos y de los líderes políticos en el mundo: Enfrentan el hastío de la mayoría del electorado, un escepticismo arraigado y más que justificado, un desencanto generalizado de la sociedad hacia las promesas, los halagos, las ofertas idílicas.
Y no lograrán recuperar la credibilidad perdida recurriendo a un ejército de encuestadores, especialistas en imagen y comunicación, redactores de discursos, maquillistas y cirujanos estéticos. Vaya, ni la inocultable belleza de Carla Bruni es suficiente. El problema es más profundo y, a la vez, más sencillo: Coherencia, consistencia entre lo que se dice y lo que se hace, honestidad intelectual para llamarle a las cosas por su nombre.
Merkel sabe que Europa hace años que perdió su fibra, sabe que hace años que el prometido “estado de bienestar”, en el que el Estado nos cuidaría de la cuna a la sepultura, produce insatisfacción y, visto en su conjunto, hace agua porque se ha tornado enormemente improductivo. Merkel sabe que no hay comidas gratis y tiene la honestidad intelectual de decírselo a los alemanes y a sus socios europeos. Tal vez sepa también que las burocracias internacionales suelen naufragar en la autocomplacencia y que los electores, así sea de una manera oscura, perciben cada vez más no sólo la inutilidad sino el tremendo desperdicio de recursos que implica mantener el tren de vida de esas burocracias premier multinacionales.
Por eso, Merkel vende mucho mejor la propuesta de “disciplina” que lo que vendió Sarkozy sus invocaciones a la “solidaridad” y a las soluciones mágicas e indoloras. Y esto, que es anatema para los consejeros áulicos de los políticos, aquellos que siempre recomiendan adular a los electores con ilusorias multiplicaciones de panes y peces, da resultado. ¿Por qué? Porque es creíble. Y es creíble porque corresponde a la realidad que día con día enfrentan esos electores. Una realidad en la que no hay “conquistas laborales intocables”, en la que no hay supersticiones “revolucionarias” que valgan, en la que no hay logro sin esfuerzo, en la que nadie recibe regalos a cambio de nada.
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