El economista español Pedro Schwartz explica muy bien la incomodidad que ahora siente su país a causa del Euro en cinco palabras:
“El Euro es una disciplina”.
Y ya puedo escuchar, en mi imaginación claro, a mi amigo Manolo: “¡Acabáramos, macho!, ¡por eso el Euro es tan incómodo!”. Pues sí, Manolo, eso de la disciplina es la mar de incómodo. Tan incómodo como que haya quien no te quiera pagar un salario si no trabajas por él; digo, ¿qué no les basta la buena voluntad ni el consabido rollito de que “trato de hacer mi mejor esfuerzo”?
Es una monserga eso de la disciplina. Y lo peor es que por donde quiera que vayas te la encuentras. Para terminar pronto (“acabáramos Manolo”), que la realidad todita, con su terquedad, es una disciplina.
Lo bueno es que para combatir esa omnipresencia disciplinante, ese tormento, existe la casta de los políticos. ¡Benditos sean!
Los políticos tienen la habilidad prodigiosa de proponernos maravillas que superan al parto sin dolor o a ganarse el premio gordo de la lotería de Burkina Faso por Internet, en un abrir y cerrar de ojos. Los políticos van más lejos porque ven más lejos. Visionarios, les dicen. Como decía un amigo mío que se la vivía delirando: “A un buen político jamás lo ciega la realidad”. Y no, ¿cómo los va cegar la realidad, si ellos se la viven deslumbrándonos con fantasías que sólo ellos hacen verosímiles? Y se ponen muy serios al mostrárnoslas y nos juran que se trata de asuntos bien meditados, ponderados con sabiduría. Una delicia que es oír a esos señores y a esas señoras.
Otro amigo asegura que la política es el arte de distribuir pasteles que otros han horneado – o de formarse el primero en la fila a la hora que reparten los pasteles ajenos-, y que dicho arte alcanza dimensiones sublimes cuando el político logra distribuir pasteles que nadie ha horneado.
Hubo una vez en algún país pintoresco en el cual se consideraba un punto de honor regocijarse en la indisciplina – lo que es tanto como desafiar a toda hora a la realidad – un político renombrado que derrochaba genialidad para repartir pasteles ilusorios pero deliciosos. Un día entregaba escrituras, papeles con sellos multicolores que garantizaban, alabado sea el personaje, a cientos de familias miserables que por fin tendrían su terrenito y, con él, su linda casita con hermosos geranios en las cornisas de las ventanas. Un sueño. Y el político ordenaba a los camarógrafos: “No me tomen con la cámara a mí; tómenlos a ellos, a los beneficiados que levantan en su mano el anhelado documento. ¡A ellos, no a mí!” insistía con su voz aguda, inconfundible.
Pero todo por servir se acaba, llega la disciplina, la terca realidad, y desvanece el sueño. Hoy (me cuentan) esos terrenitos están anegados en aguas pestilentes, son un asco insufrible; los que se soñaron colonos felices viven hacinados, no una, ni dos, sino cuatro o cinco familias, peleándose el piso de fango y el techo de lámina; exigiendo “apoyos” de los gobiernos que siempre se antojarán mezquinos.
Aquél político ya perdió el toque. El tiempo, implacable disciplina, también cobró en él su cuota. Hoy se alquila para invitado en bodas que aspiren a ser rumbosas y, como la necesidad de reflectores es apremiante, también se alquila para hacer declaraciones estruendosas y ridículas. Lo que sea para salir, ahora sí, en la foto.
En fin, Manolo, a ver si lo entiendes: Que el Euro es una disciplina. Como la vida.
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