¿México debe verse reflejado en la terrible crisis económica, política y social que aflige hoy a España?
No y sí. Empecemos por lo que nos distingue: 1. No tenemos un escalofriante déficit fiscal, 2. Disfrutamos de las ventajas de la soberanía monetaria, cuando dicha soberanía está bien servida por una política monetaria prudente, 3. En parte como consecuencia de lo anterior, nuestro desempleo es notablemente más bajo que el escalofriante “paro” español, y 4. Nuestro principal motor de crecimiento es la demanda en Estados Unidos que es, pese a los devaneos y frivolidades de sus políticos (allá también), una de las economías más flexibles del mundo, con una sorprendente capacidad de recuperación, gracias al espíritu emprendedor y a la movilidad laboral a lo largo y ancho de ese país; el estadounidense medio se desplaza sin remilgos ahí a donde encuentra las mejores oportunidades. Pese a sus grandes diferencias, los 52 estados de la Unión Americana tienen la misma moneda. No hay problema por eso, ya que en toda la Unión hay plena movilidad y flexibilidad laboral.
Hasta ahí las diferencias sustantivas, respecto de España, que permiten a México vislumbrar mejores perspectivas.
Ahora, vayamos a las semejanzas porque ahí se encierran lecciones valiosas: 1. Ambos países padecemos una legislación laboral tan rígida e improductiva que desalienta al más valiente de los emprendedores, 2. Ambos países, y en esto México está peor que España, sufrimos de un agobiante intervencionismo en mercados y en áreas cruciales de la economía; tal intervencionismo lo mismo es producto de monopolios gubernamentales cada día menos manejables (en México, los energéticos) que de sectores en los cuales la libre competencia es una entelequia, y 3. Ambos países penamos a causa de una clase política estrecha de miras, cobarde, ávida de rentas electorales y profundamente anti-liberal, ya sea de derecha o de izquierda.
Hoy queda claro que en España fracasó la apuesta de que la incorporación al sistema monetario europeo bastaría para sacudir a la clase política y la obligaría a realizar las reformas estructurales indispensables, empezando por una reforma laboral que flexibilizara de veras los despidos y, con ellos, las contrataciones. Los pocos españoles que dijeron en su momento: “Primero las reformas completas; después la integración”, tenían razón.
La integración dio a los españoles abundancia de crédito, tasas de interés bajas y mayor movilidad de bienes en el mercado común, pero los políticos no hicieron la tarea. Ahora, urge hacerla. Y es una tarea de sangre, sudor y lágrimas. Grecia, cuya economía es unas cinco veces más pequeña que la de España, podrá acaso ser rescatada por la Unión Europea. España, no. Es demasiado grande.
La intoxicación ideológica que alimenta el “izquierdismo patético” del gobierno de Zapatero lo incapacita para la tarea: Sabe gastar mucho y mal; amén de fomentar el encono. No más. Tampoco los gobiernos conservadores, Aznar, hicieron en su momento sus deberes; al llegar a la asignatura de la reforma laboral se asustaron a sí mismos. Típico de algunos conservadores que conocemos también en México: Le temen como a la peste a que les digan “neoliberales desalmados”. Anhelan en vano, en México y en España, que “la izquierda” les guiña un ojo, los invite a su fiesta y les perdone la vida. Así no se puede.
Lecciones para nosotros las hay, sin duda.
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