No entiendo qué beneficio se derivaría del hecho de que diputados y senadores celebrasen sesiones en lugar de decretar largos recesos legislativos, como sucede ahora con motivo de la semana santa y de la semana de pascua.
Un cínico, como yo, diría recurriendo a la jerga de los economistas que la holganza legislativa tiene un costo de oportunidad menor para la sociedad que el “trabajo” legislativo. Basta analizar los resultados efectivos de la mayor parte del “trabajo” legislativo. Pensemos, por ejemplo, en la brillante legislación que, so pretexto de reducir las extorsiones criminales, nos obliga a todos los propietarios de una línea de teléfono a registrar nuestros datos más personales (y susceptibles de ser usados por un criminal precisamente para extorsionarnos) ante quién sabe qué autoridades. Me queda claro que los perjuicios derivados de esa ocurrencia superan con creces los presuntos beneficios que en teoría generaría dicha norma; que además tiene todos los visos de ser impracticable.
En ese, como en muchos otros casos, la abstención legislativa arrojaría más beneficios que los que produce la diligencia de los legisladores. Entonces, ¿a qué viene tanto escándalo y rasgarse las vestiduras porque los tribunos – del género masculino lo mismo que del género femenino, porque no faltará el “genio” cursi que hable de las legisladoras como de “las gentiles damitas tribunas” – se hayan recetado a sí mismos otros días más de holganza?
El del “trabajo” legislativo, en este sentido, es un caso parecido al de los organilleros que pululan en el centro de la ciudad de México, contribuyendo al atroz barullo. Son, se me dirá, “una bonita tradición mexicana”. Pamplinas. En realidad, es una odiosa forma de mendicidad que surgió en algunas ciudades de Europa central hace un par de siglos y que conservamos ridículamente transplantada a México (haciéndole competencia, en la generación de ruido, a los danzantes disfrazados de falsos aztecas, a los policías dizque dirigiendo a silbatazos el tráfico de vehículos y a los gritones ambulantes que ofrecen mercancías tan baratas como sospechosas). Práctica importuna y detestable avalada por el reclamo lastimero: “¡Coopere, joven, para que no muera la tradición!”. Pregunto: ¿Cuánto cuesta que muera tan odiosa costumbre de una vez por todas?
Si de todas formas pagamos, de fuerza que no de grado (como dirían los clásicos), el salario de los legisladores y toda su parafernalia, me parece un mal menor que los beneficiarios de esas generosas becas no hagan nada comparado con el mal mayor de pedirles más ocurrencias nefastas.
El economista Paul Streeten, originalmente apellidado Horning, quien vivía en Austria en las primeras décadas del siglo pasado, describía este fenómeno: “En Viena había músicos y cantores que daban serenatas. La gente les tiraba dinero, a veces para que se fueran y la gente pudiera dormir tranquila. Estos cantantes fueron, con el tiempo, el paradigma que me hizo escéptico del Producto Interno Bruto como medida del bienestar económico. Porque esas personas recibían dinero por producir un mal; mejor dicho: por dejar de producirlo”.
Parece una indignación farisaica lamentar un par de semanas más de holganza de nuestros legisladores. ¿Alguien cree de veras que si hubiésemos tenido a 500 diputados y 128 senadores “trabajando” durante la semana santa y la semana de pascua eso le habría generado al país un gran beneficio?
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