A Jorge Ibargüengoitia le gustaba leer y analizar eso que llamamos “la nota roja” en los periódicos. Nos dejó en varios de sus inolvidables artículos publicados en Excélsior (y después reeditados como libros gracias a Guillermo Sheridan) agudas observaciones acerca de dicho género periodístico que bien podrían llamarse: “apuntes para una historia comparada de la nota roja en los años 70”, de los cuales cito uno especialmente divertido:
“En las mañanas compro un periódico inglés y en las tardes un periódico francés y en ambos leo, entre otras cosas, las notas rojas. Son periódicos respetables que nadie podría tachar de amarillistas”.
Se refería a The Guardian y Le Monde. Sigue el apunte de Ibargüengoitia: “Cada periódico tiene su estilo, pero los dos son discretos y hay que aprender ciertos giros de frase para entender lo que está pasando. Por ejemplo nunca ‘cayó el presunto asesino’ o ‘arrestaron al sospechoso’. Cuando tal cosa ocurre en el periódico inglés dice: ‘un hombre está ayudando a la policía en la investigación’, y en el francés, ‘una persona ha sido interpelada’. Esta presentación incolora no se hace por ganas de desinflar el drama, sino para no echar a perder el juicio, dándole al abogado defensor la oportunidad de alegar que el público – y por consiguiente el jurado- ha sido prejuiciado por la información de prensa”.
El comentario de Ibargüengoitia tiene más sustancia de lo que parece en una primera lectura: la lengua de la nota roja está determinada, en gran medida, por el respeto que el medio de comunicación se tiene a sí mismo, a sus lectores y a las instituciones de la sociedad en la que el medio existe. Si el medio – en último término: sus dueños- desprecia el sistema judicial del país le tendrá sin cuidado echar a perder un juicio a cambio de inflar el drama apelando sin rubor al morbo y al escándalo. Llevado ese caso hipotético al extremo tal medio de comunicación no tendrá empacho en cantar aparentes victorias de los delincuentes, si conjetura que con ello desnuda la incompetencia de un gobierno al que detesta.
Esta semana numerosos medios de comunicación y periodistas en México firmaron una especie de declaración de principios y criterios generales acerca de la cobertura de episodios violentos. Uno de los puntos de la festejada declaración de propósitos se refiere al uso del lenguaje, si mal no recuerdo, y específicamente en él se comprometen los firmantes a no utilizar la jerga de la delincuencia, lo que, a la postre, equivaldría a darle carta de naturaleza lingüística a las sandeces expresivas de los criminales quienes, por ejemplo, llaman “levantones” a los secuestros.
No me hago ilusiones acerca de la pureza de intenciones de todos y cada uno de los firmantes de la declaración; tampoco espero que algunos de ellos muten de la noche a la mañana de zafios iletrados a escritores o locutores capaces de valerse de un léxico y de una sintaxis decorosas, ya que sus deficiencias en la materia se antojan insalvables. Pero la propuesta es buena por sí misma.
Es de lamentar, en cambio, que dos o tres medios hayan logrado adquirir efímera notoriedad al abstenerse de firmar el acuerdo de buenos propósitos y es peor aún que se jacten de ello. Se trata, me parece, de una estúpida forma de singularizarse.
Ese es mi parecer, sólo eso. El juicio definitivo acerca de tales presunciones lo harán lectores, oyentes y videntes, con el correr de los días.
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