El temperamento de mi amigo Gateau se ha dulcificado ya que contempla varias veces al día el hermoso lago Léman (fonética en francés: lak le ma). Tal vez por eso me compartió, generosamente, una peculiar idea:
“Este mundo estaría mejor si fuese gobernado por un déspota benevolente; a condición, desde luego, de que tal déspota fuese yo”.
No nos engañemos, muchos de los lectores comparten en su fuero interno la primera parte de la tesis de Gateau. Salvo casos raros, todos tenemos una magnífica impresión de nuestra propia benevolencia y de nuestra gran sabiduría (como decía el Gordo Basurto: “solemos estar encantados de habernos conocido”) y pondríamos gustosos tanta virtud al servicio de la humanidad. Cuán diferentes serían las cosas –pensamos- si la gente dejase en nuestras benditas y sabias manos la hechura de las leyes y la autoridad coercitiva para que esas magníficas leyes se cumpliesen siempre.
Al llegar a la segunda parte de la idea las discrepancias brotan y se enredan en millones: ¿por qué Gateau habría de ser el déspota admisible? Cada cual cree que el mejor de los déspotas benevolentes posibles es él mismo, nadie más.
Hasta Iósif Vissarióvich Dzhugashvili, conocido como Stalin, llegó a creer que él era el mejor de los posibles déspotas benevolentes. Supongo que las decenas de millones de seres humanos que fueron directa o indirectamente sus víctimas tuvieron otra opinión. Y les asistieron de veras buenas razones para ello.
El vehemente coronel Gadafi (que semeja, según Guillermo Sheridan, una cruza de Lady Gaga con un perro rottweiller) seguramente tiene una espléndida opinión acerca de sí mismo y de sus actos. Sin embargo, a muchos, a millones tal parece, los actos y palabras de Gadafi nos parecen abominables.
Sí, no me cabe duda que Gateau sería un déspota menos destructivo que Stalin o Gadafi, pero no por ello su ocurrencia del déspota benévolo deja de ser temible y aberrante.
Tal vez porque no nos hemos puesto de acuerdo acerca de quién sería, dentro de los posibles, el más benevolente y el más sabio de los déspotas es que se inventó la democracia. Sí, la democracia que Chesterton describía como el gobierno de la gente ordinaria, que decide sonarse la nariz por sí misma, en lugar de encomendar esa tarea a una niñera; por más hábil que tal niñera resultase para sonar narices ajenas.
Más: el hecho de que cada cual tienda a creer que posee la exorbitante cualidad de ser el mejor, el más bueno y el más sabio de los déspotas posibles, nos previene precisamente contra el peligro de soñar en autocracias virtuosas. No existen.
Reconozcamos que hay grados de tiranía y despotismo (hasta la fecha el campeonato histórico del más abominable déspota parecen disputárselo Hitler, Stalin y Mao) y que, vistos bajo cierta luz y en determinadas circunstancias, déspotas hay que hasta beneficios producen. Admitamos, incluso, que podría haber algún déspota tan políticamente correcto que fuese promotor de la ecología o de las justicieras reivindicaciones de las mujeres, o el principal protector de la salud de la humanidad capaz de borrar de la faz de la tierra el vicio de fumar (hay varios aprendices, que gozan al criminalizarnos a los fumadores).
Pero no; no, gracias. Déspotas no queremos, ni al más benévolo.
Gateau escucha las objeciones y contempla el lago azul. Se acaricia los bigotes y dice: “Tienes razón; olvida mi descabellada idea. Pero ¡apaga ese asqueroso cigarro!”.
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