Un personaje estupendamente logrado de V. S. Naipaul (identificado tan sólo como “el padre de Willie Chandran” en “Media Vida”, en el capítulo inicial: “Una visita de Somerset Maugham”) me llevó a una reflexión perturbadora: la historia está repleta de aspirantes a “grandes hombres” que tuvieron éxito en su empeño y terminaron siendo monstruosos farsantes. Atrapados en su propia cadena de engaños, condenados a repetir hasta el último día de sus vidas el mítico papel que con todo entusiasmo les aplaudimos.
Ah, las grandes causas, como la justicia, la defensa de los más débiles, la resistencia pacífica contra la opresión, la lucha de clases, las reivindicaciones de las mujeres o de los obreros o de los campesinos, la conservación del ambiente y demás.
¡Con qué facilidad culminan las grandes causas en grandes embustes! Farsas a las que “el pueblo bueno”, las muchedumbres candorosas, los rebaños de opinión, siguen otorgando el carácter sagrado e intocable que solemos dar a los clavos ardientes, los cuales, así lo creemos, nos sirven de sostén para no caer en el abismo.
El otrora luchador social, o el filántropo encantador, o el predicador carismático o el rebelde de oficio, con frecuencia son conscientes de que han devenido en farsantes y en instrumento de otros farsantes, pero no pueden escapar al destino que se forjaron a pulso. Soñaron con hacer “algo grande”, lo lograron y quedaron atrapados.
En sus delirios arrastraron y seguirán arrastrando a miles (porque hay farsas que trascienden a los farsantes y son consagradas por los historiadores de ocasión), pero no hay remedio: la turba quería creer en alguien; la turba creyó en ellos gracias a los fabricantes de mitos – los medios - y están condenados a permanecer en el nicho de los santones.
Basta buscar un poco en la memoria y se pueden citar media docena de estos falsos héroes contemporáneos que suscitan fervores y fanatismos: el político que retóricamente desafió al sistema calificándolo de “mafia” explotadora; el filántropo que derrama cada diciembre, ante las cámaras de televisión, unas cuantas lágrimas conmovedoras al hablarnos de sus pobrecitos desharrapados; el sacerdote que provoca fervorosas conversiones en sus feligreses con sus sermones, aquél con fama de santo en vida y que más tarde – desengaño cruel – resultaría ser un abominable corruptor de menores.
Ah, las causas nobles y sus enredos morales. Zutano jura por lo más sagrado que no lo mueve el “obsceno” afán de lucro (a pesar de que se embolsa sin pudor las monedas que las muchedumbres candorosas dan sin reticencia a los admirables de turno), y lo dice con unción beatífica, como si obtener un beneficio material fuese un pecado y no una tendencia natural de los seres humanos que suele arrojar beneficios colectivos.
Farsantes que se dicen legítimos presidentes; farsantes que fuman pipa ocultos tras un pasamontañas; farsantes de lacrimosos discursos que saltan de la sacristía al escenario escudados en los desdichados a los que dicen proteger; farsantes que cedieron a la tentación de la fama y siguen representando hasta el final su papel de víctimas (porque ser víctima es carta de impunidad social y moral); farsantes que, alquilándose al mejor postor, hasta se sueñan futuros “presidentes ciudadanos”, pontífices laicos de la bondad sin límites.
Las grandes causas. Habría que tenerles miedo.
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