Durante las dos semanas que han terminado releí dos grandes novelas.
La primera, muy extensa, fue “Sombras sobre el Hudson” de Isaac Bashevis Singer. Digo que es muy extensa porque la traducción del yiddish al español que hizo Rhoda Henelde en colaboración con Jacob Abecassis ocupa 800 páginas de apretada letra pequeña en la edición de Byblos (2005); sin embargo, salvo algunos pasajes durante los cuales Singer reseña con excesiva minuciosidad las disquisiciones interiores de algunos de sus atormentados personajes, el interés del lector nunca decae.
La otra novela fue, en tercera o cuarta lectura de aprendizaje, “Madame Bovary” de Gustave Flaubert. En vano trataría de escribir algo valioso que no se haya dicho o escrito ya acerca de esta obra maestra de la narrativa.
Mucho en común tienen ambas novelas. Por supuesto, ambas diseccionan sin eufemismos los terribles dilemas morales que se derivan de la libertad humana. De hecho, parecería que tal es la virtud perenne y la materia prima de las buenas novelas desde Rabelais hasta la fecha.
Apretando el análisis, ambas novelas develan cuán veleidosa es nuestra voluntad en eso que llamamos cotidianamente el amor y que se expresa de forma carnal, voluptuosa; ya sea en el siglo XIX a través de Emma Bovary o en el siglo XX, en Nueva York, entre judíos emigrados de Europa Central. Hay en ambas novelas adulterios, amores furtivos, arrepentimientos e iluminaciones repentinas, ilusiones y desengaños.
A diferencia de Flaubert, que exhibe el desenfado e indiferencia burguesas hacia la religión (en este caso la religión católica en el ambiente rural de Francia en el siglo XIX), Singer escribió una novela en la cual la religión judía tiene un peso decisivo.
Ambos narradores son honestos con el lector, ya que ambos pretenden mostrar, sin afeites, la realidad. Ambos rinden tributo a la verosimilitud: es imposible imaginar a un hijo y nieto de rabinos deleitándose sin escrúpulo alguno en el adulterio; el amante, sea furtivo o se muestre desafiante, goza pero recuerda, junto con el goce, tal vez en el mismo momento del placer extremo, que lo más probable es que exista la gehena, el infierno, y se ve a sí mismo, inevitablemente, como pecador despreciable, como traidor.
Esa mezcla de asco y fascinación ante el pecado de la carne es claramente un terreno en el que Singer es magistral (al respecto, recomiendo leer sus memorias: Amor y Exilio), mientras que tales dilemas terribles parecen ser ajenos para Flaubert y sus personajes: Emma Bovary nunca se le muestra al lector atenazada por la culpa de haber traicionado al bobalicón de Charles Bovary o a Dios, sino en todo caso arrepentida por haber elegido mal a su amante o a su marido.
En cambio, el personaje central de Singer, que termina viviendo en Palestina (Israel) como una especie de monje que da cumplimiento estricto a la ley mosaica y a la Torá, tras una vida de enredos amorosos, amantes y aventuras fallidas, esposa y familia traicionadas, es profundamente religioso. Peca, goza y sufre. Pero sufre por haber traicionado su Fe, por haber desafiado a Dios, más que por el eventual desdén de alguna de sus amantes o por los reproches de su esposa e hijos o de la comunidad judía entendida como grupo en el cual buscase su aceptación social.
Emma se lamenta no haber cumplido sus propósitos de éxito en el amor. Hizo un mal negocio y naufraga en el tedio; su propósito de felicidad-placer sin término quedó frustrado. No más.
Hertz Dovid Grein, por el contrario, aún en los momentos más exultantes del gozo tiene presente – así sea como trasfondo constante o como conciencia de la futilidad y del carácter efímero del deseo carnal- la presencia de Aquél cuyo nombre ni siquiera debe escribirse o pronunciarse íntegro sin incurrir en blasfemia.
Ese contenido profundamente religioso en “Sombras sobre el Hudson”, y que en modo alguno obedece a que Singer haya buscado complacer a sus lectores en yiddish de la comunidad judía de Nueva York sino a sus propias convicciones, adquiere un mayor énfasis por el hecho tremendo del Holocausto que está presente en la conciencia de prácticamente todos los protagonistas. Es un hecho brutal, inconcebible, que lo mismo arroja a unos hacia el descreimiento (¿cómo creer en la bondad de un Dios que contempla impasible el asesinato brutal de miles de niños pequeños?), o hacia la rebeldía suprema (¿cómo rendir culto a un Dios que permite que siga brillando el sol, que canten los pájaros, que la vida siga, después del sacrificio insensato de su propio pueblo elegido?), o que refuerza su Fe (si uno transgrede la Ley Divina, concluyen otros de los personajes, no es diferente a esa abominación que fue Hitler).
Flaubert, en cambio, es plenamente secular y “moderno”. Si acaso existe un Dios no se ocupa mucho de este mundo y lo mejor que pueden hacer los seres humanos es tratar, a veces inútilmente, de tomar en sus manos su destino y desentenderse de misticismos e inútiles prácticas piadosas que naufragan en lo ridículo. El adulterio, cierto, es condenable, porque es malo para la sociedad y para el progreso. No es una buena costumbre. Como tampoco es recomendable que el comerciante time en exceso a sus clientes, ni es bueno para la salud vivir en una atmósfera enviciada por los malos olores. Se diría que para la inmensa mayoría de los personajes de Flaubert el adulterio es condenable sobre todo por razones de higiene social.
Ambos narradores, insisto, son honestos con el lector. Son fieles a la realidad que narran. Son genuinos novelistas.
Dejo aquí, por ahora, estos apuntes acerca de estas dos grandes novelas. La maestría narrativa, especialmente en el caso de Flaubert, merecerá en el futuro otro comentario.
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