Comparto con mis amigos lectores algunas reflexiones sobre el caso de los delitos que, según todos los indicios, han cometido algunos de los medios de comunicación pertenecientes al potentado de los medios Rupert Murdoch.
Primero, se trata de crímenes abominables. Ningún medio de comunicación, aun cuando esgrima en su descargo una hipócrita “autoridad moral” para escudriñar las intimidades de las personas, tiene derecho a realizar o propiciar la realización de escuchas telefónicas de conversaciones privadas o a interceptar otras comunicaciones personales (por ejemplo, correos electrónicos de familiares de víctimas del terrorismo o de acciones bélicas), y mucho menos (lo que probablemente ha sucedido, por desgracia) a extorsionar o chantajear moralmente a personajes públicos comerciando con la difusión o no del contenido de dichas comunicaciones personales.
Eso es basura y no tiene ninguna calidad periodística. Es un crimen tan abominable, a mi juicio, como el abuso sexual en contra de menores de edad o, para decirlo de forma gráfica y contundente: es tan asqueroso moralmente como la depravación de quien se atreve a satisfacer sus pulsiones enfermizas violando cadáveres.
Segundo, hay una preocupante constante en el caso de varios magnates de los medios de comunicación en todo el mundo, y a lo largo de la historia, que consiste en su arrogante sentimiento de impunidad moral. Esta arrogancia lo mismo se constata en los grandes magnates de medios de comunicación con influencia global, como Murdoch, que en caciquillos locales de los medios en cualquier país, México incluido desde luego.
Poseer el control accionario de una cadena de televisión, o de estaciones de radio o de un influyente periódico, de ninguna manera otorga una patente de impunidad moral para calumniar, destruir reputaciones, o para denigrar a personajes públicos o no tan públicos por sus defectos físicos o morales, hacer befa del prójimo y llevar a cabo un constate acoso sobre personajes públicos por razones baladíes: Fulano es demasiado gordo, Perengana es sospechosamente flaca, Zutano parece tener preferencias sexuales “raras”, Fulanito consume vino importado durante sus comidas. Eso es también basura, aunque pretenda disfrazarse con la vestimenta de “chiste” o humorismo trasnochado.
Tercero, tampoco deben otorgar patente de impunidad las columnas sin firma que difunden rumores, especulaciones, versiones no confirmadas, conjeturas calenturientas disfrazadas de noticias. Más aún: un periódico que se precie a sí mismo debería darle decorosa sepultura a tal género de resúmenes de chismes, ataques cobardes y anónimos, especulaciones apresuradas o dictadas por intereses inconfesables. Por favor, si quieren saber cómo se hace el verdadero periodismo de investigación relean con cuidado “Todos los hombres del Presidente” de Bernstein y Woodward: cualquier conjetura que no haya podido ser comprobada por tres fuentes independientes entre sí, y que no pueda firmarse con nombres y apellidos reales, no merece ser publicada.
Cuarto, de acuerdo con la sentencia clásica del periodismo: los hechos son sagrados, las opiniones son libres. Pero las opiniones libres no incluyen afirmaciones manifiestamente falsas, tergiversación flagrante de los hechos, adivinaciones febriles. Los medios deben exigir también a sus columnistas y editorialistas no confundir la libertad de opinión con la impunidad para difundir falsedades manifiestas, mentir acerca de hechos constatables, denigrar al prójimo, alardear acerca de conocimientos que obviamente no pueden tener (verbigracia: “la única razón por la que el Presidente dijo o hizo tal fue ésta o aquella”).
Quinto, las deficiencias de los medios y de los periodistas de ninguna manera justifican (¡nunca!) la intromisión de los gobiernos a través de la censura y cualquiera de sus formas disfrazadas. Preferibles mil veces los excesos de la libertad de expresión mal entendida que cualquier amago de limitación o coerción a esa libertad sagrada que debemos disfrutar todos los seres humanos, no sólo los periodistas.
Es el público quien debe dar la sentencia definitiva, auxiliado por el sentido común y por las nociones elementales de la ética. La ética cuenta ¡y mucho!
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