Se dice que en 1900 el muy respetado Lord Kelvin sentenció ante la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia lo siguiente:
"Ahora la Física no tiene nada nuevo que descubrir. Todo lo que resta es hacer más y más precisa la medición de los fenómenos".
Por supuesto, hoy sabemos que Lord Kelvin estaba equivocado. Tan sólo cinco años después, en el "milagroso" año 1905, Albert Einstein publicaría sus famosos cinco ensayos que trastornaron la Física desde sus cimientos - aun cuando Einstein jamás pretendió iniciar tal revolución - y que sembraron la semilla de multitud de hallazgos científicos y tecnológicos que hoy disfrutamos.
Más aún, parte de lo que provocó Einstein con tales ensayos (especialmente lo relacionado a los cuantos de energía y, por ende, a la física y mecánica cuánticas) conduciría a que en 1927 Werner Heisenberg formulase el principio de indeterminación o incertidumbre. Todo eso metió de lleno a la Física en el incómodo terreno de la probabilidad, algo que, por cierto, siempre pareció disgustar a Einstein quien, no sin razón, admiraba profundamente la grandiosa y eficaz síntesis científica que llevó a cabo Isaac Newton y que complementaron los descubrimientos de Michael Faraday y de James Clerk Maxwell, acerca del electromagnetismo y de los campos electromagnéticos.
Tan deslumbrante y poderosa - en términos explicativos y funcionales- es la física newtoniana que el astrónomo Pierre Simón de Laplace pudo proclamar entusiasmado: "Una inteligencia que conozca todas las fuerzas actuando en la naturaleza en un momento dado así como las posiciones de todas las cosas en el universo en dicho momento, podría resumir en una sola fórmula tanto los movimientos de los cuerpos más grandes como de los más pequeños átomos en el mundo; para él, para dicha inteligencia, nada sería incierto, tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos". Es decir: la omnisciencia divina al alcance de la mano...o casi.
No es extraño que en medio de este exaltado optimismo acerca del poder de la ciencia un personaje tan serio, y seguramente poco dado a fantasear o a guiarse por meras creencias o supersticiones, como Lord Kelvin, se haya sentido confiado y seguro de que sólo le restaba, a la Física, "mejorar más y más los instrumentos de medición" para llegar a esa fórmula única que explicaría todo.
En rigor la frase atribuida a Lord Kelvin nunca fue una afirmación científica, sino una mera creencia, una superstición, una convicción cercana a la que manifiesta quien está "seguro" de que el extracto de veneno de alacrán es eficaz para curar el cáncer de hígado. (Una de las acepciones de superstición que consigna el diccionario es "fe o valoración excesiva respecto de algo").
Fue el mismo rigor científico, ayudado por las matemáticas, el que llevó sin embargo a los grandes físicos del siglo XX a la negación del determinismo justo en el umbral de lo que, se pensaba, podría explicarnos el origen de la energía y del universo: el átomo.
Curiosamente, mientras la física moderna nos regresó a la humildad de la incertidumbre y a la constatación de que hay barreras infranqueables para el conocimiento (no podemos conocer al mismo tiempo la posición y la velocidad de un electrón; en la física atómica la intervención del observador, el solo hecho de "observar", perturba lo observado), las ciencias sociales parecen ancladas en el optimismo científico de los siglos XVIII y XIX, se diría que aspiran a revestirse de carácter científico imitando, por así decirlo, las leyes de la física newtoniana.
Pongo un ejemplo actual y particularmente importante para la vida diaria de todos nosotros: ¿qué evidencia tenemos de que los estímulos monetarios y fiscales de carácter extraordinario que se han aplicado en los Estados Unidos han propiciado la recuperación de la actividad económica, medida por diversos indicadores, como ventas, producción, inventarios, índices de confianza de productores y de consumidores? No la tenemos en rigor. No sabemos.
Tampoco sabemos si dicha recuperación se pondría en riesgo en caso de que tales estímulos cesaran hoy o mañana. Sin embargo, todos los días políticos, funcionarios sumamente ilustrados y encargados de decidir las políticas públicas, comentaristas y una legión de académicos (economistas) formulan sentencias taxativas al respecto.
En realidad, la única forma que tendríamos de saber más al respecto sería experimental: dejando todo lo demás igual (lo cual es de suyo bastante difícil, si es que no imposible tratándose del asunto de que se trata), ¿qué pasaría si se retirasen de una vez y completamente tales estímulos?, ¿alguien está dispuesto a correr el riesgo de provocar una nueva recesión, el famoso "double dip"? o, a la inversa: ¿algún político será tan osado como para demostrar en la práctica que la intervención del Estado, en este caso mediante las políticas fiscal y monetaria, es no sólo innecesaria sino perjudicial? Nunca lo sabremos.
Acaso, estamos ante una auténtica superstición neokeynesiana como aventuran algunos, o acaso estamos ante una prueba genuina de que sin la intervención gubernamental la economía seguiría postrada. No lo sabemos, ni podemos saberlo. Yo creo - y subrayo "creo"- que hay más ingredientes de superstición "científica" acerca de la capacidad del gobierno y del banco central para reanimar la economía, que de relación causa-efecto; al menos, es cierto que no hay quien pueda medir con certeza dicha correlación, ni mucho menos establecer sin dejar lugar a dudas que la dirección de tal causalidad es unívoca. Pero, lo admito, eso es lo que yo "creo" que no es lo mismo que decir: "yo sé".
Empecemos, al menos, por reconocer que no sabemos lo que definitivamente no sabemos.
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Curiosa coincidencia en el timing, por favor lea el siguiente artículo. Nunca pensé que un texto publicado en el Financial Times me llegara tanto emocionalmente, me siento completamente identificado con Charles Manski.
ResponderEliminarhttp://www.ft.com/cms/s/2/9219969e-6a28-11e0-86e4-00144feab49a.html#axzz1KKnUH35Y