sábado, 9 de octubre de 2010

“Mi” conversación en La Catedral

Sigo feliz y asombrado.

Feliz, porque la Academia Sueca ha premiado este año, ¡por fin!, a quien pudiese ser, a mi juicio, el más grande novelista en lengua española del siglo XX; grande entre grandes, por cierto.

Asombrado, porque llegué a estar convencido de que estas cosas no sucedían en el mundo real. Me parecía impensable que en estos tiempos de corrección política a ultranza los académicos suecos – que en el pasado han demostrado ser insufriblemente cuidadosos para no perturbar ni conciencias ni delicados balances geopolíticos al otorgar el Nobel de Literatura – galardonasen a un verdadero liberal que importuna con sus críticas afiladas a muchos de los ídolos lo mismo de la izquierda exquisita que de la izquierda vulgar y estridente. Pero lo han hecho. Enhorabuena. Ese premio se honra más reconociendo a Vargas Llosa que Vargas Llosa recibiéndolo.

Vargas Llosa me inició, con “Conversación en La Catedral”, la mejor novela del siglo XX en español, en el hábito fatigoso y fascinante de estudiar y amar el arte que los grandes narradores del siglo XIX (Balzac, Dickens, Flaubert, Dostoievski) parecían haber llevado a su límite. Vargas Llosa abrevó, como toda una generación latinoamericana de escritores, en William Faulkner, y resultó el mejor alumno de todo el grupo, al grado de que podría decirse que superó al maestro.

Lo propio de Vargas Llosa no es el destello genial y efímero, deslumbrante, tan frecuente en América Latina, sino la destreza técnica destilada con horas de trabajo y dedicación, de estudio amoroso del arte de narrar. La primera lectura de las grandes obras de Vargas Llosa (esas novelas totalizadoras, como Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo) se disfruta como se paladea un día pletórico de emociones, inolvidable. Pero las siguientes lecturas deparan riquezas aún mayores: el lector empieza a encontrar las claves narrativas, vislumbra los planos en el taller del artesano, comienza a entender el diseño del conjunto y se asombra de nuevo ante el cuidado trabajo detrás de cada historia entretejida con maestría. Ante el inteligente manejo del tiempo y el espacio, así como ante lo que debe haber sido una infatigable y perseverante búsqueda de la palabra precisa y del tono justo. Todo para que esa hermosa “verdad de las mentiras”, que es la esencia de toda gran narración, fuese creíble, persuasiva, vívida.

Es de esa forma que Zavalita, el negro Ambrosio, Fermín Zavala, Cayo Bermúdez, “La Musa”, Becerrita, Carlitos y tantos más cobran categoría de personajes entrañables o detestables, de carne y hueso, que marcan indeleblemente nuestras vidas. A tal grado llega la verosimilitud de los personajes en las novelas de Vargas Llosa que, por ejemplo, Cayo Bermudez – el depravado y sórdido sujeto que se vuelve el poder real detrás del dictador Odría en la novela- pareciese ser el modelo que años después seguiría en el Perú un tipo abominable como Vladimiro Montesinos, sirviendo al régimen de Fujimori y sirviéndose de él. Dicho de otra forma: Montesinos parece la caricatura inverosímil del que ya hemos vuelto un sujeto real, Cayo Bermudez, tan verosímil como detestable.

Vargas Llosa cuida hasta el escrúpulo que ninguna de sus novelas incurra en el género panfletario. Deja que los personajes vivan y sean quienes son. Y hasta en eso Vargas Llosa muestra su talante profundamente liberal.

Felicidades.

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