sábado, 17 de abril de 2010

Las alarmas que nunca sonaron

Hay episodios de crisis económicas que son como chaparrones de verano: Gordas gotas de agua que caen intensas y despiadadas, pero pronto el cielo se abre, la luz regresa y cada cual a lo suyo tras la tormenta efímera.

La calamidad mundial de la que estamos saliendo no fue de esa clase. Ha sido una crisis de la que el mundo surgirá diferente de lo que fue, para bien o para mal. No será, por supuesto, la última gran crisis mundial, porque la capacidad de autoengaño que tenemos los seres humanos parece inagotable. Pero tal vez esta crisis, como conjetura Dario Valcárcel en un recomendable análisis publicado por ABC en España, alumbre monstruos y soluciones originales a la vista de algunas peculiaridades que ha tenido y que cuando menos deberían despertar esa dormida capacidad de asombro que precede a los descubrimientos cruciales.

Al escudriñar los orígenes de esta crisis – una disfunción severa e inesperada en el sistema circulatorio de las finanzas globales- descubrimos novedades más o menos asombrosas.

Me refiero, para ser específico, a la inesperada y perniciosa capacidad que mostró el excesivo apalancamiento (crédito, deuda) para generar, en el otro lado de los balances, un conjunto de activos financieros que tuvieron toda la pinta, todo el aroma y hasta el modo de comportarse que tiene la riqueza real, sin que fuesen cabalmente riqueza. De pronto, mientras más debes más rico pareces. Contra la lógica tradicional de la tienda de abarrotes las deudas se mutan en riqueza. Obtienes una hipoteca, que se se supone es para adquirir una casa pero en realidad esa nueva deuda se transmuta – por obra y gracia del empaquetamiento financiero- en riqueza, es tu banco personal con fondos que parecen inagotables y contra los cuales puedes girar para hacerte de otra casa más, de un auto y hasta de unas vacaciones rumbosas como de político botarete visitando la finca de los hermanitos Castro en el Caribe.

Del otro lado del mostrador tienes, digamos, a los exportadores de alguna economía emergente o a un pensionado europeo buscando dónde invertir sus ahorros y esos excedentes van, de forma insospechada, a ser la contraparte de tus dos o tres casas, de tu auto y hasta de tus vacaciones inolvidables. A nadie conviene que este amago de máquina de movimiento perpetuo termine; mucho menos que termine de forma abrupta. Pero se acabó. Contra la lógica no hay fuero.

El problema es que esta orgía de crédito pasó el retén de los indicadores de alarma sin que se encendiera una sola luz roja. La orgía de crédito no se volvió inflación detectable sino que halló acomodo en esos activos financieros novedosos y cautivadores: por ejemplo, los “vehículos estructurados de inversión”. Que fueron, en muchos casos, como esas pócimas energéticas que, dicen, te permiten “reventarte” toda la noche sin percibir ni un asomo de fatiga.

Habrá que entender y aprender para inventarnos detectores de alerta, en los mercados financieros, que no nos engañen. No es tarea sencilla porque con facilidad, y dado que se trata de asuntos en los que los políticos siempre meten las manos y hasta los píes, puede concluir con normas y prohibiciones tan simplistas como absurdas, reglas condenadas al incumplimiento o a la simulación (como esa de cambiar datos personales por el permiso burocrático de tener una línea telefónica) que inhiban y encarezcan la creatividad financiera. Ese sí sería un pésimo negocio. Cuidado.

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