La historia del siglo XX agotó las reservas de adjetivos para describir la maldad.
Por eso deberíamos usar con menos desparpajo adjetivos como atroz, terrible, horroroso, diabólico. No hablo de las ficciones de Stephen King, sino de los hechos, duros, secos, definitivos, de, por ejemplo, Iósif Stalin y su pléyade de verdugos (muchos de ellos hacedores del terror por vivir ellos mismos aterrorizados), y de su estela de cómplices sonrientes que voltearon hacia otro lado, mientras presumían su izquierdismo de buen tono en la década de los años 30 con un coctel en la mano, y escuchaban jazz estilo soviético en el hotel Metropol, en Moscú.
El derrumbe de la Unión Soviética ha permitido que, con el paso de los años, se compruebe un cúmulo de información escalofriante acerca de la maldad pura que animó al estalinismo en los años del Gran Terror -la denominación es de Robert Conquest-, especialmente, aunque no sólo, de 1936 a 1938 que, junto con las hambrunas provocadas deliberadamente, habrían causado unos 20 millones de muertes.
Un ángulo singular de esta historia de terror es el que en 2008 dio a conocer el periodista griego Tim Tzouliadis en su libro "Los olvidados" que trata sobre algunos miles de estadounidenses que, animados por la propaganda que hablaba del paraíso que era la URSS para los trabajadores, espoleados por las graves penalidades de la Gran Depresión y hasta auspiciados por el izquierdismo bobalicón de Franklin Delano Roosevelt (FDR), emigraron a la Unión Soviética más o menos entusiasmados con la perspectiva de colaborar en la construcción de la nación del proletariado universal, sonriente, productivo, generoso, liberado de las cadenas de la servidumbre capitalista.
La historia, para la inmensa mayoría de ellos, terminó muy mal. Fueron directo a las fauces de un lobo sanguinario y en muy poco tiempo, dos o tres años a lo sumo, acabaron muertos en campos de trabajos forzados en el círculo ártico, incomunicados, otros cientos fueron fusilados tras un remedo de juicio sumario de escasos diez minutos de duración.
¿Qué hizo el gobierno del muy progresista FDR para proteger a estos estadounidenses? Nada. En algunos casos, fueron recibidos en la flamante embajada estadounidense en Moscú para ser despachados rápidamente fuera del edificio, aduciendo que no tenían pasaportes (las autoridades soviéticas se los confiscaron al llegar a la URSS), o que su pasaporte estaba caduco, o requería nuevas fotografías o, en muchos otros casos, se les explicó que al llegar a la URSS ellos habían pasado a ser ciudadanos soviéticos y el gobierno de Estados Unidos no tenía ya jurisdicción, ni responsabilidad sobre ellos.
Afuera de la embajada solían esperarlos los agentes de la NKVD para detenerlos. A la mayoría de ellos jamás se les volvió a ver.
El primer embajador estadounidense en la URSS, Joseph Davies, casado con Marjorie Davies, la millonaria heredera de General Foods, se mostraba en público convencido de que todos los perseguidos y condenados a muerte por la dictadura estalinista - fuesen de la nacionalidad que fuesen-, seguramente se lo merecían y habían cometido los crímenes de los que los acusaba la NKVD, la temida policía secreta de Stalin.
El 5 de junio de 1938 Davies fue citado en el Kremlin con motivo de su despedida diplomática de la URSS, inesperadamente apareció en la ceremonia de despedida el mismísimo Stalin lo que llenó de emoción al estadounidense. Davies quien se puso de pie e improvisó un emotivo discurso en el que aseguró que "la historia confirmará a Stalin como un estadista más grande que Pedro el Grande o Catalina II".
Al volver más tarde Davies a su despacho comentó extasiado con uno de sus subordinados: "¡Lo he visto, he hablado con él!, es verdaderamente un gran hombre, recto y bueno".
Cuando el matrimonio Davies finalmente abordaba el tren en la estación Belorusski, para abandonar la URSS, el jefe de protocolo, Vladimir Barkov, corrió hacia el embajador y le entregó un marco de plata con cuatro estrellas rojas incrustadas en las esquinas, con una fotografía dedicada personalmente por Iósif Stalin.
Sí, el siglo XX agotó la reserva de adjetivos para describir la maldad.
En la más reciente peli de ese gran director que es Peter Weir, un grupo de desdichados huye de una prisión siberiana en los años 40. Entre ellos está un ingeniero gringo cuyo hijo fue fusilado frente a él. Supongo que el personaje provino de esa camada de despistados, dejados a su suerte por un injustamente admirado presidente gringo y por el cretino que le sirvió de embajador en la URSS.
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