Ni siquiera recurriendo a las más audaces acrobacias retóricas es posible minimizar la gravedad que reviste, para el mundo, la victoria electoral de Donald Trump.
Podemos conjeturar que el futuro gobierno de Trump será menos ominoso de lo que muchos prevén, ya sea porque el diseño institucional de la democracia estadounidense se interpondrá, con más o menos eficiencia, para evitar que muchos de los propósitos y de las amenazas de Trump se traduzcan en hechos; podemos, de la misma forma, aventurar que el propio presidente electo nunca ha deseado en realidad poner por obra todo lo que, en su papel de candidato o aspirante, dijo que haría.
Tales conjeturas, animadas por el optimismo, pueden hasta la fecha ser válidas, pero muy pronto veremos si han sido fundadas o no.
Lo que resulta imposible, con un mínimo de honestidad intelectual, es saludar la victoria de Trump como una buena noticia para el conjunto de la humanidad. La única forma de proclamar tal cosa es recurriendo a una burda deformación de los hechos, mentir impulsados por algún interés inconfesable o mentir abrumados por una extraordinaria ignorancia.
Estas reflexiones pretenden descifrar cómo ha sido posible que una democracia como la estadounidense, a la que se suele considerar sólidamente asentada y hasta ejemplar como sistema de gobierno fundado en pesos y contrapesos y en una noción realista de la naturaleza humana, ha llegado al extremo de poner en la más importante posición de gobierno a un individuo que, analizado objetivamente, resulta ser una de las peores opciones posibles.
En un sistema totalitario, o carente de mecanismos de control que prevengan contra el autoritarismo o las dictaduras, tal fenómeno - que los peores lleguen al poder- no es extraño sino habitual. Lo sorprendente es que ello suceda en una democracia.
En 1944 Friedrich A. Hayek publicó "Camino de servidumbre" ("The road to serfdom"), que es sin duda un libro clave para entender el siglo XX y sus extravíos totalitarios que terminaron en atroces tragedias.
El décimo capítulo de esta obra de Hayek, titulado "Por qué los peores se colocan a la cabeza", resulta particularmente revelador para descifrar el fenómeno Trump.
Aclaremos, primero, que la tesis de fondo de Hayek, en dicho capítulo, es que necesariamente un sistema totalitario o propenso al totalitarismo colocará a la cabeza a los peores; dicho en un sentido negativo, Hayek previene a sus lectores contra la peligrosa ilusión de que pudiese haber "déspotas benévolos", dictaduras encabezadas por hombres buenos y sabios que, inspirados en un altruismo excepcional o francamente insólito, pusiesen su poder omnímodo al servicio de la comunidad, relegando sus intereses personales o incluso actuando en contra de su propio beneficio. No existen tales déspotas, advierte Hayek con toda razón. Y, en línea con esa tesis, desmenuza los motivos por los cuales los sistemas colectivistas - que devienen habitualmente en sistemas totalitarios- llevan al poder a quienes resultan ser los peores para el bien de la comunidad.
Se diría, entonces, que en una democracia sólidamente establecida, en la que se respeta (aún) la libertad individual y se le protege (aún) contra eventuales dictados de la mayoría que pudiesen anular tal libertad, no debiera suceder o es muy poco probable que suceda que los peores lleguen a encabezar el gobierno. Sin embargo, puede suceder y es muy probable que, en el caso que nos ocupa, así haya sucedido.
Veamos, aunque sea en apretada síntesis, los tres elementos que apunta Hayek como causas propicias para que los peores se pongan a la cabeza en la lucha por el poder.
Primer elemento. Lo podemos llamar la ley del mínimo común denominador moral y que, siguiendo a Hayek, se formularía como sigue: "Es (...) el mínimo común denominador lo que reúne al mayor número de personas". En otras palabras: para producir un acuerdo mayoritario sobre determinados principios morales e intelectuales, estos tendrán que ser los más burdos, los más primitivos y los más vagos posibles. Vale decir: aquellos que requieran del menor esfuerzo intelectual y moral para, así, provocar el mayor número de "seguidores" posible.
Segundo elemento. Esos principios morales e intelectuales burdos, vagos, primitivos, obtendrán el mayor "apoyo de todos los dóciles y crédulos" en la medida que sean repetidos con fuerza y frecuencia. Y advierte Hayek: "Serán los de ideas vagas e imperfectamente formadas, los fácilmente moldeables, los de pasiones y emociones prontas a levantarse, quienes engrosarán las filas del partido totalitario". Y lo harán no por la veracidad de tales principios, sino por la repetición simple y machacona de los mismos de la forma más ruidosa posible.
Tercer elemento (tal vez el más importante, al decir de Hayek). "Le es más fácil a la gente ponerse de acuerdo sobre un programa negativo, sobre el odio a un enemigo, sobre la envidia a los que viven mejor, que sobre una tarea positiva".
Me parece que cualquier lector medianamente informado encontrará con facilidad numerosos ejemplos de estos tres elementos en la campaña electoral de Trump y en sus comunicaciones públicas en este breve periodo como presidente electo.
La vaguedad de las propuestas de Trump, su falta de precisión acerca de los pasos que seguirá para conseguir lo que propone, su reticencia a considerar seriamente las limitaciones y restricciones que podría encontrar para hacer realidad sus objetivos, ha sido, precisamente, una de las mayores fuentes de incertidumbre e inquietud en esta etapa como "presidente electo". Pero es precisamente esa vaguedad la que aún le sostiene el apoyo de una buena parte de sus seguidores (aun cuando hay noticias objetivas de un cierto número de "arrepentidos" más o menos precoces, que ya se habrían decepcionado acerca de los beneficios que reportaría el gobierno de Trump) y es ése el modo de operar en el que Trump y su equipo parecen sentirse cómodos: la estridencia de una retórica tan agresiva como general, que elude la fatigosa explicación de detalles, procedimientos racionales, precisión de etapas y tiempos, en fin: hasta ahora ha eludido la prosa un tanto árida que requiere la genuina tarea de gobernar cotidianamente.
No es un mero capricho de Trump y de su equipo cercano de colaboradores su afición a comunicar sus propósitos y actos mediante mensajes cortos y simples en Twitter, se trata de una herramienta idónea para sostener la retórica del mínimo común denominador moral, de la repetición mediante fuerza y frecuencia de los mensajes y de la cohesión colectiva lograda a partir de una caracterización negativa de los asuntos públicos, de la división entre "nosotros" y "ellos", del señalamiento de "enemigos" comunes, sean reales o imaginarios.
Una última anotación: nótese que cada vez que Trump puede verse enfrentado a un límite legal o constitucional (digamos, la división de poderes característica de una democracia), elude el obstáculo negando su existencia, desdeñándolo. Hasta ahora esas restricciones que la democracia erige ante la tentación de un poder sin límites no se han materializado, justamente porque Trump aún no es presidente en funciones. Pronto sabremos, a partir del 20 de enero, cómo reaccionará ante tales contrapesos. No abrigo muchas esperanzas de que veamos en Trump una deseable capacidad de auto-sujeción a los límites constitucionales. Esa probable incapacidad de tolerancia a la frustración es muy mal presagio.
Estoy convencido de que, por desgracia, la democracia está en riesgo y que su principal amenaza, por una paradoja que lo es sólo en apariencia, se ha puesto a la cabeza mediante un procedimiento formalmente democrático.
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