Se atribuye a Oscar Wilde esta graciosa sentencia: La mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella.
La humorada de Wilde encierra más sustancia de lo que parece. Cuando sucumbimos a la tentación, no sólo ésta deja de serlo, también por la misma razón perdemos la libertad de la que gozábamos antes de rendirnos ante ella.
Con gran agudeza psicológica Georges Chevrot, sacerdote y predicador francés, escribió en The Prodigal Son:
"Freedom in not the choice between good and evil; it disappears as soon we choose evil. For example, before telling a lie I am free; if I tell the truth, I am still free; if I tell a lie, I am chained to my lie".
Significativamente la vida pública de Jesús inicia con un ayuno de 40 días e, inmediatamente después, con las tentaciones. El Hijo de Dios, nada menos que Dios hecho carne, es tentado por el demonio. Según se lee en el evangelio de San Mateo no es un mero incidente o accidente, se trata de un episodio deliberado ya que: "Entonces fue conducido Jesús al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo" (Mt, 4, 1).
Se diría, entonces, que Dios no sólo "permite" las tentaciones, sino que están dentro de los planes de su providencia. Desde luego permite las tentaciones no para que sucumbamos ante ellas, sino para que las superemos. Nótese, sin embargo, que no es Dios quien nos tienta, sino el demonio, como claramente lo indica el evangelio de San Mateo.
Por lo pronto, en el Padre Nuestro no le pedimos a Dios que nos libre de las tentaciones, sino que no nos deje caer cuando estemos frente a ellas. En cambio, sí pedimos explícitamente que nos libre del mal, esto es: que nos ayude a usar inteligentemente nuestra libertad, de ninguna manera que nos dispense de ella (de la libertad) evitándonos la opción de elegir.
Al respecto, Raïsa Maritain escribió en "El Padre Nuestro" lo siguiente: "No debemos pensar -- como la traducción literal correría el peligro de sugerirnos: 'no nos induzcas a la tentación' --, que para probar nuestra resistencia Dios mismo nos tienta y nos solicita al mal. La turbación y las tinieblas que el atractivo del mal causa en el alma, brusca o insidiosamente, proceden de nuestra flaqueza y de 'nuestra propia codicia'. Proceden también del ángel caído, que excita esta codicia y que, tanquam leo rugens ('como león rugiente'), ronda, buscando a quien devorar. Nos tienta el diablo, no Dios".
Pero...
"No debemos imaginarnos que se nos hace pedir ser dispensados de todo lo que sea pasar por el fuego de la prueba y que por eso mismo implica para nosotros algún riesgo de flaquear o de pecar --caso de la mayoría de las ocasiones que nos ofrece la vida humana--; ni se nos hace pedir ser liberados de toda opción en que nos cueste elegir el bien..."
Nota al margen. Al respecto, debo decir que me parece del todo lamentable que algunas "almas piadosas" (o no tanto) recurran a la censura de aquello que suponen podría ser causa de tentación para los demás, argumentando que buscan evitarle "perturbaciones" al prójimo. Detrás de esa "piadosa censura" (que trata de parecerse a la que ejerce la mamá bondadosa que, ante una escena violenta en una película, tapa los ojos de su pequeño hijo) hay una gran arrogancia, tales censores se arrogan un falso derecho que ni el mismo Dios se permite: anular la libertad de elección de quien es víctima de la censura (ya que la verdadera víctima de la censura es más el público al que no se le permite conocer, y juzgar libremente, la obra en su integridad, que el autor de la obra censurada).
Volvamos al asunto principal. Raïssa Maritain cita más adelante unas elocuentes palabras de Orígenes, erudito de la iglesia cristiana oriental:
"Mientras vivimos en la tierra estamos embarazados por la carne, que lucha contra el espíritu...; estamos expuestos a la tentación...¿Quién imaginaría a los hombres libres de tentación, cuando conoce su medida bien tasada? ¿Existe algún momento en el que estemos seguros, sin tener que combatir para no pecar?".
Ya en el terreno del rigor filosófico, Raïssa precisa:
"...Dios no es la causa directa per se de la prueba del sufrimiento, sino causa indirecta per accidens. La admite a la existencia porque es el reverso de un bien que Él se propone, o una condición, o un medio presupuesto para ese bien. Y de la prueba de la tentación no es causa en absoluto, únicamente la permite. Pero sin su consentimiento, evidentemente, no se produciría".
Y concluye, de nuevo en el terreno de la vida espiritual:
"La sexta petición (del Padre Nuestro) es la oración de nuestra flaqueza, la oración de un ser que se sabe débil y que pide no serlo hoy, en las horas peligrosas que habrá en este pobre día de hoy".
Otra forma de expresarlo, que me parece singularmente bella, es la cita que la propia Raïssa hace de unas palabras de Charles Journet:
"Sabemos que Dios mide el viento a la oveja trasquilada. En su bondad infinita, ¡no permita que encuentre hoy una tentación que esté por encima de mis fuerzas o entonces aumente mis fuerzas con una nueva efusión de gracia! ¡Que no me ponga a prueba hasta esperar de mí todo lo que tiene derecho a reclamarme! ¡Que se digne considerar mi flaqueza!" (Le mal, pág. 261).
Hasta aquí me he parapetado, mediante una profusión de citas, detrás de quienes sin duda saben más que yo. Ello me da la tranquilidad de no incurrir en demasiados dislates y de apartar de mí el juicio, tal vez severo, de eventuales lectores, para trasladarlo a mejores inteligencias, mucho más difíciles de vencer. Sin embargo, llegó el momento de "mojarse" y correr el riesgo libérrimo de hablar por sí mismo e incluso de intentar una especie de fenomenología de las tentaciones, como terreno privilegiado, piedra de toque, donde la libertad se experimenta no como una noción abstracta sino como aguda disyuntiva existencial. En cierta forma, como encrucijada de vida o muerte. En todo caso, terreno singular del drama humano.
Experiencia en esto de las tentaciones, en especial en lo de las tentaciones, ¡ay!, consentidas, me sobra. Sin entrar en detalles que podrían ser bochornosos he de decir que las tentaciones, para serlo, deben ser atractivas. Subjetiva y hasta objetivamente seductoras. No me atrae, por ejemplo, la tentación de escalar una montaña particularmente escabrosa para tomarme una foto en la cumbre y presumirla en Facebook a propios y extraños; dejo para otros esas mieles de la vanidad del alpinista triunfante. Tampoco me seduce la opción de ser dictador de algún país, ya que debe ser tarea especialmente fatigosa que rehuyo gracias a mi natural pereza. También el miedo me libra de las tentaciones de ser soldado mercenario en alguna guerra lejana o de las emociones de correr encima de una motocicleta poderosa a 200 kilómetros por hora en alguna autopista transitada. Como la mayoría de las personas experimento tentaciones más prosaicas, que no por ello dejan de ser muy atractivas.
Las tentaciones que me acosan están más en la línea de Madame Bovary o de Sancho Panza que en la de Stalin o Robespierre. Digamos, para no incurrir en exhibicionismo, que me identifico, en esta materia, con el personaje de un anónimo marino viejo que agoniza en una posada de mala muerte en Escocia, en las primeras décadas del siglo pasado, y que escucha, confuso, en medio del dolor y del miedo ante lo desconocido (el tránsito de la muerte) estas palabras de un sencillo sacerdote:
"Mi niño, estoy aquí para escuchar tu confesión".
¿Qué sucedió inmediatamente después?
Mañana se los cuento, o, mejor dicho dejo que Bruce Marshall nos lo cuente.
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