Hace unos días Martin Wolf hacía esta sugerente pregunta en las páginas de Financial Times: ¿Por qué China detesta tener que amar al dólar?
De forma ilustrativa, pero no concluyente, podría responderse: China detesta amar al dólar por las mismas razones por las que sólo había algo que Charles de Gaulle odiaba más que la supremacía del dólar estadounidense como moneda de reserva mundial y eso era tener que resignarse a que así fuesen las cosas.
También hace poco salió a la luz un interesante libro del historiador Barry Eichengreen que desmenuza la historia de cómo llegó el dólar estadounidense a ser la moneda hegemónica. El largo título del libro de Eichengreen describe algo del asunto: “Exorbitante privilegio: El auge y la caída del dólar y el futuro del sistema monetario internacional”.
“Exorbitante privilegio”, como recuerda el mismo historiador, fueron las palabras con las que Valery Giscard D’Estaign, ministro de finanzas de De Gaulle en los años 60, expresaba su profundo disgusto ante dicha situación de dominio del dólar. Es una situación que le otorga a Estados Unidos un cúmulo de ventajas económicas (y también políticas) que, obviamente, irritaban y siguen irritando a muchos, no sólo al soberbio general De Gaulle.
Ante la airada queja, el secretario del Tesoro de Richard Nixon, John Connaly, respondía a los franceses: “Sí, es nuestra moneda; pero es vuestro problema”.
El gobierno chino, directamente o a través de sus emisarios disfrazados de académicos o de estudiosos del sistema financiero, lamenta con frecuencia tener invertida la mayor parte de sus cuantiosas reservas de divisas en valores denominados en dólares que hoy día, amén de producirle sólo una irrisoria y ruinosa tasa de interés, sirven para financiar los déficit gemelos de Estados Unidos: su estratosférico déficit fiscal y su abultado déficit en cuenta corriente. Esto significa, en breve, que millones de chinos trabajan muy arduamente por salarios muy bajos – y sin ninguna seguridad de permanencia laboral como la que estamos acostumbrados a tener en las “odiosas” economías libres- para que millones de consumidores estadounidenses tengan abundantes productos baratos fabricados en China y además tengan, “cortesía” principalmente de China vía sus reservas de divisas, el financiamiento barato para seguir comprando tales productos y poder “vivir por encima de sus medios”.
Lo lamentan de veras los chinos, pero no pueden hacer mucho para cambiar tal estado de cosas. Al menos, no pueden hacerlo en el corto plazo. No es tan sencillo salirse del dólar. Las alternativas para invertir sus reservas (si acaso pueden llamarse, en sentido estricto, alternativas) son peores: ¿yenes?, ¿euros?, ¿derechos especiales de giro?
Tampoco es tan sencillo que alguien – ni siquiera la Unión Europea a través del euro- entre al relevo del dólar estadounidense, como éste, el dólar, relevó a la libra esterlina en las primeras décadas del siglo XX. Europa primero tendría que poner en orden su casa, ardua y larga tarea que sólo Alemania, entre los socios grandes de la UE, parecería estar haciendo.
Moraleja: detrás de la paradoja de que el dólar siga siendo la moneda mundial de reserva y refugio, a pesar del terrorífico endeudamiento del gobierno y de los ciudadanos de Estados Unidos, está la gran fortaleza y flexibilidad que un sistema de libertades auténticas le ha dado a la economía de Estados Unidos a lo largo de su historia.
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