martes, 27 de diciembre de 2016

Esos encantadores sonidos que hacían sus viejos vestidos...

Dejamos ayer a un viejo marinero agonizando en lo que llamé, en un exceso de pudor, "una posada de mala muerte" en Escocia (en realidad, la casa de Mistress Flannigan era lo que mentalidades más estrictas llamarían sin empacho "un burdel", pero ese es un detalle menor en la narración de Bruce Marshall). El marinero escucha, en medio del aturdimiento y temor propios de la agonía, la voz de un sencillo sacerdote, el Padre Smith, que le dice:

-- Mi niño, estoy aquí para escuchar tu confesión.

El relato se encuentra al final del primer capítulo de la estupenda novela de Marshall "The World, the flesh and Father Smith" (1944), de la que desgraciadamente hace muchos años no se han hecho nuevas ediciones, pero que se puede leer aquí.

Traduzco el episodio a mi entender, abreviándolo un poco y tomándome más de una licencia literaria:

El viejo marinero en su lecho de muerte abrió sus ojos, de un azul intenso, y le tomó un tiempo, en apariencia, interpretar la presencia del sacerdote, el Padre Smith, pero una vez que lo logró su mirada se ensombreció y se volvió iracunda, dijo:

-- Déjame en paz, ¿entiendes?

El Padre Smith, sin embargo, no se arredró ante esa reacción. Sonrió tristemente y le respondió: 

-- Mira, hijo mío, estás agonizando y nadie dirá que eres un gran tipo por negarte a recibir a nuestro Señor. El tiempo para hacer méritos ante Dios es corto. Soy un sacerdote de Dios y estoy aquí para escuchar tu confesión.
Tal como esperaba el padre Smith, sus palabras surtieron efecto casi de inmediato y el marinero dijo:

-- Es verdad Padre. He sido un sucio cerdo de todas las maneras imaginables, pero ahora es demasiado tarde.

-- Nunca es demasiado tarde --replicó el Padre Smith-- mientras estés vivo.

Tras algunos preámbulos, el marinero empezó a contarle al sacerdote acerca de todas las mujeres que había conocido en Buenos Aires y en Hong Kong, advirtiendo que éstas últimas habían sido las mejores. El Padre Smith le interrumpió diciéndole que tal vez sería mejor repasar los diez mandamientos y ver cuántos había roto, ya que es un mayor pecado mortal haberse olvidado de amar a Dios durante toda la vida que haber conocido a unas asquerosas Jezabeles en puertos extranjeros. El marinero respondió que eso era fácil y que no había necesidad de recorrer todos los mandamientos, debido a que había faltado a la totalidad de ellos al grado de poder cubrir con sus faltas el culo de su vecino, además aseguró que el Padre Smith estaba equivocado: ninguna de esas mujeres era asquerosa en absoluto, especialmente las que conoció en China, que llevaban las uñas pintadas de oro y unos zapatos de satín negro con altos tacones rojos y que, ahora que lo pensaba, no se arrepentía, para nada, de haber conocido a todas esas mujeres y le gustaría volver a conocerlas si tuviera la oportunidad, porque todas ellas habían sido tan hermosas. El Padre Smith dijo que eso estaba muy mal de parte del marinero y que Nuestro Señor y Nuestra Señora y San José y los santos eran más hermosos que cualquier número de rameras chinas con altos tacones; pero el marinero dijo que él no estaba tan seguro y que aún no se arrepentía de haber conocido a todas esas mujeres porque sus vestidos hacían adorables sonidos cuando ellas caminaban (...) El sacerdote le dijo que esa no era la manera en que un hombre le debe hablar a Dios cuando ese hombre se está muriendo y que el viejo marinero haría mejor en darse prisa y arrepentirse de sus pecados si no quería ir al infierno y perder para siempre a Dios Todopoderoso; pero el viejo marinero dijo que mientras él estaba arrepentido de haberse perdido con tanta frecuencia los Sacramentos y de no haber amado más a Dios, él no se arrepentía de haber conocido a todas esas mujeres, porque todas ellas habían sido tan hermosas y algunas de ellas muy amables también. En la desesperación, el Padre Smith le preguntó al viejo marinero si se arrepentía de no estar arrepentido por haber conocido a todas esas mujeres y el viejo marinero dijo que sí, que él estaba arrepentido de no estar arrepentido y que esperaba que Dios podría entenderlo. Después de lo cual el Padre Smith dijo que él pensaba que probablemente Dios lo entendería y absolvió al viejo marinero de sus pecados, derramando los méritos de la Pasión de Cristo sobre el olvido del viejo marinero respecto de Dios y sobre aquellos viejos vestidos que habían hecho tales sonidos tan encantadores.

Aquí, con la conversión sincera del buen y viejo marinero en su lecho de muerte, termino el relato. 

Me animo a compartir unas breves conclusiones: 

1. Aun cuando el relato trata esencialmente de la misericordia de Dios, del pecado, de la conversión, del tránsito hacia lo desconocido (la muerte), de la caridad de un sencillo sacerdote y de la sencillez de un curtido y viejo marinero, también -creo- es un bonito ejemplo de cierto tipo de tentaciones que no sólo son casi imposibles de resistir, sino que al ser revividas por la memoria recuperan tanta o más fuerza seductora que antaño, como sucede con ese adorable (a los oídos del viejo marinero) sonido que hacían los viejos vestidos de esas mujeres...

2. Me parece que tratándose de ese tipo de solicitaciones del mal (eso son las tentaciones) seríamos especialmente tontos si nos empeñamos en afearlas como recurso (inútil, por lo demás) para apartarlas de nosotros. No son feas, no son detestables, tienen su belleza, su encanto y por ello son tentaciones. Dios a la postre no le pide al viejo marinero, por intermedio del Padre Smith, que proclame que las prostitutas (que su afán por ser objeto de afecto embellece) son asquerosas u horribles; creo que Dios no va a perder el tiempo en esas discusiones acerca del buen o mal gusto de los rudos marineros; del mismo modo creo que Dios entiende, en su infinita misericordia, que las migajas de ternura que el viejo marinero buscó y creyó encontrar en los brazos de esas Jezables (para usar la graciosa terminología del Padre Smith) son válidas, como un pálido, inmensamente pálido diría, anticipo de la belleza y el amor sin límite que el viejo marinero encontraría, para todo la eternidad, en la contemplación de su Padre Dios.

lunes, 26 de diciembre de 2016

Las tentaciones y la libertad

Se atribuye a Oscar Wilde esta graciosa sentencia: La mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella.

La humorada de Wilde encierra más sustancia de lo que parece. Cuando sucumbimos a la tentación, no sólo ésta deja de serlo, también por la misma razón perdemos la libertad de la que gozábamos antes de rendirnos ante ella. 

Con gran agudeza psicológica Georges Chevrot, sacerdote y predicador francés, escribió en The Prodigal Son:

"Freedom in not the choice between good and evil; it disappears as soon we choose evil. For example, before telling a lie I am free; if I tell the truth, I am still free; if I tell a lie, I am chained to my lie".

Significativamente la vida pública de Jesús inicia con un ayuno de 40 días e, inmediatamente después, con las tentaciones. El Hijo de Dios, nada menos que Dios hecho carne, es tentado por el demonio. Según se lee en el evangelio de San Mateo no es un mero incidente o accidente, se trata de un episodio deliberado ya que: "Entonces fue conducido Jesús al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo" (Mt, 4, 1).

Se diría, entonces, que Dios no sólo "permite" las tentaciones, sino que están dentro de los planes de su providencia. Desde luego permite las tentaciones no para que sucumbamos ante ellas, sino para que las superemos. Nótese, sin embargo, que no es Dios quien nos tienta, sino el demonio, como claramente lo indica el evangelio de San Mateo.

Por lo pronto, en el Padre Nuestro no le pedimos a Dios que nos libre de las tentaciones, sino que no nos deje caer cuando estemos frente a ellas. En cambio, sí pedimos explícitamente que nos libre del mal, esto es: que nos ayude a usar inteligentemente nuestra libertad, de ninguna manera que nos dispense de ella (de la libertad) evitándonos la opción de elegir.

Al respecto, Raïsa Maritain escribió en "El Padre Nuestro" lo siguiente:  "No debemos pensar -- como la traducción literal correría el peligro de sugerirnos: 'no nos induzcas a la tentación' --, que para probar nuestra resistencia Dios mismo nos tienta y nos solicita al mal. La turbación y las tinieblas que el atractivo del mal causa en el alma, brusca o insidiosamente, proceden de nuestra flaqueza y de 'nuestra propia codicia'. Proceden también del ángel caído, que excita esta codicia y que, tanquam leo rugens ('como león rugiente'), ronda, buscando a quien devorar. Nos tienta el diablo, no Dios".

Pero...

"No debemos imaginarnos que se nos hace pedir ser dispensados de todo lo que sea pasar por el fuego de la prueba y que por eso mismo implica para nosotros algún riesgo de flaquear o de pecar --caso de la mayoría de las ocasiones que nos ofrece la vida humana--; ni se nos hace pedir ser liberados de toda opción en que nos cueste elegir el bien..."


Nota al margen. Al respecto, debo decir que me parece del todo lamentable que algunas "almas piadosas" (o no tanto) recurran a la censura de aquello que suponen podría ser causa de tentación para los demás, argumentando que buscan evitarle "perturbaciones" al prójimo. Detrás de esa "piadosa censura" (que trata de parecerse a la que ejerce la mamá bondadosa que, ante una escena violenta en una película, tapa los ojos de su pequeño hijo) hay una gran arrogancia, tales censores se arrogan un falso derecho que ni el mismo Dios se permite: anular la libertad de elección de quien es víctima de la censura (ya que la verdadera víctima de la censura es más el público al que no se le permite conocer, y juzgar libremente, la obra en su integridad, que el autor de la obra censurada).

Volvamos al asunto principal. Raïssa Maritain cita más adelante unas elocuentes palabras de Orígenes, erudito de la iglesia cristiana oriental

"Mientras vivimos en la tierra estamos embarazados por la carne, que lucha contra el espíritu...; estamos expuestos a la tentación...¿Quién imaginaría a los hombres libres de tentación, cuando conoce su medida bien tasada? ¿Existe algún momento en el que estemos seguros, sin tener que combatir para no pecar?".

Ya en el terreno del rigor filosófico, Raïssa precisa:

"...Dios no es la causa directa per se de la prueba del sufrimiento, sino causa indirecta per accidens. La admite a la existencia porque es el reverso de un bien que Él se propone, o una condición, o un medio presupuesto para ese bien. Y de la prueba de la tentación no es causa en absoluto, únicamente la permite. Pero sin su consentimiento, evidentemente, no se produciría". 

Y concluye, de nuevo en el terreno de la vida espiritual:

"La sexta petición (del Padre Nuestro) es la oración de nuestra flaqueza, la oración de un ser que se sabe débil y que pide no serlo hoy, en las horas peligrosas que habrá en este pobre día de hoy".

Otra forma de expresarlo, que me parece singularmente bella, es la cita que la propia Raïssa hace de unas palabras de Charles Journet:

"Sabemos que Dios mide el viento a la oveja trasquilada. En su bondad infinita, ¡no permita que encuentre hoy una tentación que esté por encima de mis fuerzas o entonces aumente mis fuerzas con una nueva efusión de gracia! ¡Que no me ponga a prueba hasta esperar de mí todo lo que tiene derecho a reclamarme! ¡Que se digne considerar mi flaqueza!" (Le mal, pág. 261).

Hasta aquí me he parapetado, mediante una profusión de citas, detrás de quienes sin duda saben más que yo. Ello me da la tranquilidad de no incurrir en demasiados dislates y de apartar de mí el juicio, tal vez severo, de eventuales lectores, para trasladarlo a mejores inteligencias, mucho más difíciles de vencer. Sin embargo, llegó el momento de "mojarse" y correr el riesgo libérrimo de hablar por sí mismo e incluso de intentar una especie de fenomenología de las tentaciones, como terreno privilegiado, piedra de toque, donde la libertad se experimenta no como una noción abstracta sino como aguda disyuntiva existencial. En cierta forma, como encrucijada de vida o muerte. En todo caso, terreno singular del drama humano.

Experiencia en esto de las tentaciones, en especial en lo de las tentaciones, ¡ay!, consentidas, me sobra. Sin entrar en detalles que podrían ser bochornosos he de decir que las tentaciones, para serlo, deben ser atractivas. Subjetiva y hasta objetivamente seductoras. No me atrae, por ejemplo, la tentación de escalar una montaña particularmente escabrosa para tomarme una foto en la cumbre y presumirla en Facebook a propios y extraños; dejo para otros esas mieles de la vanidad del alpinista triunfante. Tampoco me seduce la opción de ser dictador de algún país, ya que debe ser tarea especialmente fatigosa que rehuyo gracias a mi natural pereza. También el miedo me libra de las tentaciones de ser soldado mercenario en alguna guerra lejana o de las emociones de correr encima de una motocicleta poderosa a 200 kilómetros por hora en alguna autopista transitada. Como la mayoría de las personas experimento tentaciones más prosaicas, que no por ello dejan de ser muy atractivas.

Las tentaciones que me acosan están más en la línea de Madame Bovary o de Sancho Panza que en la de Stalin o Robespierre. Digamos, para no incurrir en exhibicionismo, que me identifico, en esta materia, con el personaje de un anónimo marino viejo que agoniza en una posada de mala muerte en Escocia, en las primeras décadas del siglo pasado, y que escucha, confuso, en medio del dolor y del miedo ante lo desconocido (el tránsito de la muerte) estas palabras de un sencillo sacerdote:

"Mi niño, estoy aquí para escuchar tu confesión".

¿Qué sucedió inmediatamente después?

Mañana se los cuento, o, mejor dicho dejo que Bruce Marshall nos lo cuente.

 




 

jueves, 22 de diciembre de 2016

Trump a la luz de Hayek

Ni siquiera recurriendo a las más audaces acrobacias retóricas es posible minimizar la gravedad que reviste, para el mundo, la victoria electoral de Donald Trump.
Podemos conjeturar que el futuro gobierno de Trump será menos ominoso de lo que muchos prevén, ya sea porque el diseño institucional de la democracia estadounidense se interpondrá, con más o menos eficiencia, para evitar que muchos de los propósitos y de las amenazas de Trump se traduzcan en hechos; podemos, de la misma forma, aventurar que el propio presidente electo nunca ha deseado en realidad poner por obra todo lo que, en su papel de candidato o aspirante, dijo que haría.
Tales conjeturas, animadas por el optimismo, pueden hasta la fecha ser válidas, pero muy pronto veremos si han sido fundadas o no.
Lo que resulta imposible, con un mínimo de honestidad intelectual, es saludar la victoria de Trump como una buena noticia para el conjunto de la humanidad. La única forma de proclamar tal cosa es recurriendo a una burda deformación de los hechos, mentir impulsados por algún interés inconfesable o mentir abrumados por una extraordinaria ignorancia.
Estas reflexiones pretenden descifrar cómo ha sido posible que una democracia como la estadounidense, a la que se suele considerar sólidamente asentada y hasta ejemplar como sistema de gobierno fundado en pesos y contrapesos y en una noción realista de la naturaleza humana, ha llegado al extremo de poner en la más importante posición de gobierno a un individuo que, analizado objetivamente, resulta ser una de las peores opciones posibles.
En un sistema totalitario, o carente de mecanismos de control que prevengan contra el autoritarismo o las dictaduras, tal fenómeno - que los peores lleguen al poder- no es extraño sino habitual. Lo sorprendente es que ello suceda en una democracia.
En 1944 Friedrich A. Hayek publicó "Camino de servidumbre" ("The road to serfdom"), que es sin duda un libro clave para entender el siglo XX y sus extravíos totalitarios que terminaron en atroces tragedias. 
El décimo capítulo de esta obra de Hayek, titulado "Por qué los peores se colocan a la cabeza", resulta particularmente revelador para descifrar el fenómeno Trump.
Aclaremos, primero, que la tesis de fondo de Hayek, en dicho capítulo, es que necesariamente un sistema totalitario o propenso al totalitarismo colocará a la cabeza a los peores; dicho en un sentido negativo, Hayek previene a sus lectores contra la peligrosa ilusión de que pudiese haber "déspotas benévolos", dictaduras encabezadas por hombres buenos y sabios que, inspirados en un altruismo excepcional o francamente insólito, pusiesen su poder omnímodo al servicio de la comunidad, relegando sus intereses personales o incluso actuando en contra de su propio beneficio. No existen tales déspotas, advierte Hayek con toda razón. Y, en línea con esa tesis, desmenuza los motivos por los cuales los sistemas colectivistas - que devienen habitualmente en sistemas totalitarios- llevan al poder a quienes resultan ser los peores para el bien de la comunidad.
Se diría, entonces, que en una democracia sólidamente establecida, en la que se respeta (aún) la libertad individual y se le protege (aún) contra eventuales dictados de la mayoría que pudiesen anular tal libertad, no debiera suceder o es muy poco probable que suceda que los peores lleguen a encabezar el gobierno. Sin embargo, puede suceder y es muy probable que, en el caso que nos ocupa, así haya sucedido. 
Veamos, aunque sea en apretada síntesis, los tres elementos que apunta Hayek como causas propicias para que los peores se pongan a la cabeza en la lucha por el poder.
Primer elemento. Lo podemos llamar la ley del mínimo común denominador moral y que, siguiendo a Hayek, se formularía como sigue: "Es (...) el mínimo común denominador lo que reúne al mayor número de personas". En otras palabras: para producir un acuerdo mayoritario sobre determinados principios morales e intelectuales, estos tendrán que ser los más burdos, los más primitivos y los más vagos posibles. Vale decir: aquellos que requieran del menor esfuerzo intelectual y moral para, así, provocar el mayor número de "seguidores" posible.
Segundo elemento. Esos principios morales e intelectuales burdos, vagos, primitivos, obtendrán el mayor "apoyo de todos los dóciles y crédulos" en la medida que sean repetidos con fuerza y frecuencia. Y advierte Hayek: "Serán los de ideas vagas e imperfectamente formadas, los fácilmente moldeables, los de pasiones y emociones prontas a levantarse, quienes engrosarán las filas del partido totalitario".  Y lo harán no por la veracidad de tales principios, sino por la repetición simple y machacona de los mismos de la forma más ruidosa posible.
Tercer elemento (tal vez el más importante, al decir de Hayek). "Le es más fácil a la gente ponerse de acuerdo sobre un programa negativo, sobre el odio a un enemigo, sobre la envidia a los que viven mejor, que sobre una tarea positiva". 
Me parece que cualquier lector medianamente informado encontrará con facilidad numerosos ejemplos de estos tres elementos en la campaña electoral de Trump y en sus comunicaciones públicas en este breve periodo como presidente electo.
La vaguedad de las propuestas de Trump, su falta de precisión acerca de los pasos que seguirá para conseguir lo que propone, su reticencia a considerar seriamente las limitaciones y restricciones que podría encontrar para hacer realidad sus objetivos, ha sido, precisamente, una de las mayores fuentes de incertidumbre e inquietud en esta etapa como "presidente electo". Pero es precisamente esa vaguedad la que aún le sostiene el apoyo de una buena parte de sus seguidores (aun cuando hay noticias objetivas de un cierto número de "arrepentidos" más o menos precoces, que ya se habrían decepcionado acerca de los beneficios que reportaría el gobierno de Trump) y es ése el modo de operar en el que Trump y su equipo parecen sentirse cómodos: la estridencia de una retórica tan agresiva como general, que elude la fatigosa explicación de detalles, procedimientos racionales, precisión de etapas y tiempos, en fin: hasta ahora ha eludido la prosa un tanto árida que requiere la genuina tarea de gobernar cotidianamente.
No es un mero capricho de Trump y de su equipo cercano de colaboradores su afición a comunicar sus propósitos y actos mediante mensajes cortos y simples en Twitter, se trata de una herramienta idónea para sostener la retórica del mínimo común denominador moral, de la repetición mediante fuerza y frecuencia de los mensajes y de la cohesión colectiva lograda a partir de una caracterización negativa de los asuntos públicos, de la división entre "nosotros" y "ellos", del señalamiento de "enemigos" comunes, sean reales o imaginarios.
Una última anotación: nótese que cada vez que Trump puede verse enfrentado a un límite legal o constitucional (digamos, la división de poderes característica de una democracia), elude el obstáculo negando su existencia, desdeñándolo. Hasta ahora esas restricciones que la democracia erige ante la tentación de un poder sin límites no se han materializado, justamente porque Trump aún no es presidente en funciones. Pronto sabremos, a partir del 20 de enero, cómo reaccionará ante tales contrapesos. No abrigo muchas esperanzas de que veamos en Trump una deseable capacidad de auto-sujeción a los límites constitucionales. Esa probable incapacidad de tolerancia a la frustración es muy mal presagio.
Estoy convencido de que, por desgracia, la democracia está en riesgo y que su principal amenaza, por una paradoja que lo es sólo en apariencia, se ha puesto a la cabeza mediante un procedimiento formalmente democrático.   


lunes, 12 de diciembre de 2016

La predilección por lo pequeño (Navidad)

Es un libro de mi biblioteca que ha sobrevivido a mudanzas varias y a purgas tan implacables como extensas.
Purgas impuestas por los espacios reducidos e impulsadas por la creencia de que más temprano que tarde casi cualquier libro que valga la pena será posible conservarlo, atesorarlo, en un dispositivo electrónico de lectura, como Kindle, depositado a la postre en una u otra de esas misteriosas nubes que, de manera fascinante, ha creado el ingenio tecnológico del ser humano.
Que este libro, ejemplar impreso en papel, haya sobrevivido a mi impulsiva siega sólo puede significar dos cosas: es un libro que aprecio y que deseo tener conmigo siempre a la mano para releerlo y es, a la vez, un libro que por su singularidad tardará muchos años en ser editado como "libro electrónico" (e-book) o, acaso, nunca lo será.
(Hay casos específicos, digamos los libros de Milan Kundera. Es tal la aversión que el novelista y ensayista checo profesa a las ediciones electrónicas que simplemente, para el caso de sus obras, las ha prohibido. Decisión irracional, me parece, pero libérrima a la que Kundera tiene todo el derecho).
El libro que comento, y que azarosamente empecé a releer hace un par de días, desde luego no es de Kundera. No, es un libro con un título fascinante y, a la letra, literalmente, raro: "Que Dios es la mar de raro..." del sacerdote, periodista, teólogo, Antonio Brambila, editado por una casa editorial igual de rara, Geyser, de un solo libro en su catálogo que es éste, creo, en México, en 1973.
Recoge el libro artículos periodísticos del padre Brambila, publicados originalmente algunos en el diario "El Universal" y otros en "El Sol de México".
Los textos son de excelente factura literaria, hilvanados con una prosa que recuerda a Chesterton y, no obstante su hondura teológica y filosófica (el padre Brambila estudió en la Universidad Gregoriana de Roma y dedica el libro muy significativamente al doctor Angélico: Santo Tomás de Aquino, el más grande teólogo católico), de lectura amena, sonriente, inteligibles para cualquier entendimiento que más o menos siga funcionando.
Entre las fecundas meditaciones del padre Brambila he encontrado una pequeña, como pincelada o cual minúscula joya escondida, que habla precisamente de la predilección que parece tener Dios por lo pequeño, querencia divina consignada por Jesús, cuando habla de quién es fiel en las cosas pequeñas y, sobre todo, mostrada espléndidamente en su nacimiento en Belén, una olvidada aldea sin más testigos que sus padres, una vaca y una mula y algunos pastores humildes y pequeños.
Veamos:
El Padre Brambila habla de la hipótesis de que "es probable" que Dios haya creado, o esté por crear, otros mundos diferentes" y escribe, en resumen: "Sólo Él lo sabe, pero la hipótesis no se puede eludir, aunque tampoco se puede demostrar. Si nuestra humanidad es la única, las galaxias son un puro despilfarro. Y no hay en la idea de una creación múltiple e infatigable nada que vaya en contra ni del sentido común ni de la Revelación cristiana. La hipótesis es fascinadora; y lo es, porque en todos sentidos, es digna de Dios".
(...)
"Y así, puestos en la hipótesis, la Humildad de Dios ilumina significativamente las sombras de este mundo. Dado que la divina Humildad es un Amor directo a lo pequeño en cuanto pequeño, se comprende que las predilecciones de un Amor así vayan especialmente a lo más pequeño, y no a lo más grande.
"Si el Verbo Eterno para escogerse un pueblo, una raza y una sangre escogió al pueblo judío; si para nacer eligió un poblado como Belén y una gruta y un pesebre para animales, es por la misma razón que lo movió a escoger para encarnarse esta humanidad y no otra más perfecta, este mundo y no otro mejor arreglado. Su Amor a la pequeñez es un amor hasta el extremo. Lo cual vendría a demostrar, incidentalmente, que este mundo admirable es el más pobre de todos; que esta humanidad de la cual formamos parte es la más limitada, la más pobre y la más miserable"...de las humanidades posibles, agregaría yo, para mejor entendimiento de la hipótesis.
Así pues, de acuerdo con este audaz supuesto hipotético, este no es, querido Spinoza, "el mejor de los mundos posibles", sino el más pobre de los posibles, pero también, digo yo, el más querido.
Dios, que es Padre, debe reír en silencio, con más amor por nosotros que simpatía por nuestras atrocidades, ante nuestros cotidianos delirios de grandeza.