martes, 27 de diciembre de 2016

Esos encantadores sonidos que hacían sus viejos vestidos...

Dejamos ayer a un viejo marinero agonizando en lo que llamé, en un exceso de pudor, "una posada de mala muerte" en Escocia (en realidad, la casa de Mistress Flannigan era lo que mentalidades más estrictas llamarían sin empacho "un burdel", pero ese es un detalle menor en la narración de Bruce Marshall). El marinero escucha, en medio del aturdimiento y temor propios de la agonía, la voz de un sencillo sacerdote, el Padre Smith, que le dice:

-- Mi niño, estoy aquí para escuchar tu confesión.

El relato se encuentra al final del primer capítulo de la estupenda novela de Marshall "The World, the flesh and Father Smith" (1944), de la que desgraciadamente hace muchos años no se han hecho nuevas ediciones, pero que se puede leer aquí.

Traduzco el episodio a mi entender, abreviándolo un poco y tomándome más de una licencia literaria:

El viejo marinero en su lecho de muerte abrió sus ojos, de un azul intenso, y le tomó un tiempo, en apariencia, interpretar la presencia del sacerdote, el Padre Smith, pero una vez que lo logró su mirada se ensombreció y se volvió iracunda, dijo:

-- Déjame en paz, ¿entiendes?

El Padre Smith, sin embargo, no se arredró ante esa reacción. Sonrió tristemente y le respondió: 

-- Mira, hijo mío, estás agonizando y nadie dirá que eres un gran tipo por negarte a recibir a nuestro Señor. El tiempo para hacer méritos ante Dios es corto. Soy un sacerdote de Dios y estoy aquí para escuchar tu confesión.
Tal como esperaba el padre Smith, sus palabras surtieron efecto casi de inmediato y el marinero dijo:

-- Es verdad Padre. He sido un sucio cerdo de todas las maneras imaginables, pero ahora es demasiado tarde.

-- Nunca es demasiado tarde --replicó el Padre Smith-- mientras estés vivo.

Tras algunos preámbulos, el marinero empezó a contarle al sacerdote acerca de todas las mujeres que había conocido en Buenos Aires y en Hong Kong, advirtiendo que éstas últimas habían sido las mejores. El Padre Smith le interrumpió diciéndole que tal vez sería mejor repasar los diez mandamientos y ver cuántos había roto, ya que es un mayor pecado mortal haberse olvidado de amar a Dios durante toda la vida que haber conocido a unas asquerosas Jezabeles en puertos extranjeros. El marinero respondió que eso era fácil y que no había necesidad de recorrer todos los mandamientos, debido a que había faltado a la totalidad de ellos al grado de poder cubrir con sus faltas el culo de su vecino, además aseguró que el Padre Smith estaba equivocado: ninguna de esas mujeres era asquerosa en absoluto, especialmente las que conoció en China, que llevaban las uñas pintadas de oro y unos zapatos de satín negro con altos tacones rojos y que, ahora que lo pensaba, no se arrepentía, para nada, de haber conocido a todas esas mujeres y le gustaría volver a conocerlas si tuviera la oportunidad, porque todas ellas habían sido tan hermosas. El Padre Smith dijo que eso estaba muy mal de parte del marinero y que Nuestro Señor y Nuestra Señora y San José y los santos eran más hermosos que cualquier número de rameras chinas con altos tacones; pero el marinero dijo que él no estaba tan seguro y que aún no se arrepentía de haber conocido a todas esas mujeres porque sus vestidos hacían adorables sonidos cuando ellas caminaban (...) El sacerdote le dijo que esa no era la manera en que un hombre le debe hablar a Dios cuando ese hombre se está muriendo y que el viejo marinero haría mejor en darse prisa y arrepentirse de sus pecados si no quería ir al infierno y perder para siempre a Dios Todopoderoso; pero el viejo marinero dijo que mientras él estaba arrepentido de haberse perdido con tanta frecuencia los Sacramentos y de no haber amado más a Dios, él no se arrepentía de haber conocido a todas esas mujeres, porque todas ellas habían sido tan hermosas y algunas de ellas muy amables también. En la desesperación, el Padre Smith le preguntó al viejo marinero si se arrepentía de no estar arrepentido por haber conocido a todas esas mujeres y el viejo marinero dijo que sí, que él estaba arrepentido de no estar arrepentido y que esperaba que Dios podría entenderlo. Después de lo cual el Padre Smith dijo que él pensaba que probablemente Dios lo entendería y absolvió al viejo marinero de sus pecados, derramando los méritos de la Pasión de Cristo sobre el olvido del viejo marinero respecto de Dios y sobre aquellos viejos vestidos que habían hecho tales sonidos tan encantadores.

Aquí, con la conversión sincera del buen y viejo marinero en su lecho de muerte, termino el relato. 

Me animo a compartir unas breves conclusiones: 

1. Aun cuando el relato trata esencialmente de la misericordia de Dios, del pecado, de la conversión, del tránsito hacia lo desconocido (la muerte), de la caridad de un sencillo sacerdote y de la sencillez de un curtido y viejo marinero, también -creo- es un bonito ejemplo de cierto tipo de tentaciones que no sólo son casi imposibles de resistir, sino que al ser revividas por la memoria recuperan tanta o más fuerza seductora que antaño, como sucede con ese adorable (a los oídos del viejo marinero) sonido que hacían los viejos vestidos de esas mujeres...

2. Me parece que tratándose de ese tipo de solicitaciones del mal (eso son las tentaciones) seríamos especialmente tontos si nos empeñamos en afearlas como recurso (inútil, por lo demás) para apartarlas de nosotros. No son feas, no son detestables, tienen su belleza, su encanto y por ello son tentaciones. Dios a la postre no le pide al viejo marinero, por intermedio del Padre Smith, que proclame que las prostitutas (que su afán por ser objeto de afecto embellece) son asquerosas u horribles; creo que Dios no va a perder el tiempo en esas discusiones acerca del buen o mal gusto de los rudos marineros; del mismo modo creo que Dios entiende, en su infinita misericordia, que las migajas de ternura que el viejo marinero buscó y creyó encontrar en los brazos de esas Jezables (para usar la graciosa terminología del Padre Smith) son válidas, como un pálido, inmensamente pálido diría, anticipo de la belleza y el amor sin límite que el viejo marinero encontraría, para todo la eternidad, en la contemplación de su Padre Dios.

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