viernes, 29 de octubre de 2010

Las “malditas mentiras”

“Hay tres clases de mentiras – escribió Mark Twain -, las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas”.

La frase de Twain (cuyo nombre original era Samuel Langhorne Clemens y que amén de ser un gran escritor fue un brillante periodista) se suele citar para prevenir a los incautos respecto del uso amañado de algunas estadísticas y acerca de la desorbitada manía de algunos reclamos publicitarios o ideológicos, consistente en convertir una colección de anécdotas en supuestas demostraciones científicas.

Tributarios de esa manía son lo mismo ciertos horóscopos a los que se adorna con numeritos que algunas extrapolaciones apresuradas, que la presunción incréible de que es posible tener un registro puntual del porcentaje de personas que tienen preferencias sexuales distintas de las que públicamente manifiestan y reconocen (algo tan descabellado como pretender saber el número exacto de adúlteros en una ciudad).

Si bien parece claro que a ese género de estadísticas se refería Twain, debo confesar que siempre me había intrigado saber cuáles eran las mentiras del segundo tipo (“malditas mentiras”; damned lies) a las que se refería el genial humorista y escritor.

Hoy, viernes 29 de octubre, finalmente identifiqué un ejemplo de ellas que se antoja perfecto y que cito enseguida.
El señor Miguel Ángel Granados Chapa publicó ayer que Guillermo Ortiz Martínez “como secretario de Hacienda de Ernesto Zedillo, organizó el rescate bancario en vez de emprender el rescate de los ahorradores e inversionistas quebrados por los errores de Carlos Salinas”. Esta afirmación no es una inexactitud, es una mentira monda y lironda. ¡Eureka!

Una “maldita mentira” es justamente eso: un engaño deliberado, una falsificación de los hechos históricos realizada con la brocha más gorda del chapucero pintor, quien embadurna escenografías de cartón-piedra con la mano izquierda y con la misma displicencia y descuido se atraganta la torta de “queso de puerco” (lo que quiera que sea ese presunto alimento) que sostiene con la mano derecha.

El “autor en comento” – para usar su mismo lenguaje de notario parroquial- jamás podrá citar caso alguno de un ahorrador o inversionista en instrumentos de depósito o inversión en los bancos mexicanos que haya perdido sus ahorros durante ese aciago periodo. No lo hay. Más aún, el rescate que con tanta vehemencia condena fue el de los recursos que ahorradores e inversionistas habían confiado a los bancos mexicanos. En cambio, la inmensa mayoría de los accionistas de los bancos existentes en ese momento hubieron de perder su capital y, por ende, sus bancos.

La enormidad de esta mentira semeja las pretensiones estalinistas de reescribir la historia, borrando de los murales las imágenes de los jerarcas del Partido Comunista de la Unión Soviética que cayeron en desgracia al perder el afecto del dictador.

Habrá desde luego quien acepte dócilmente tales mentiras malditas, alimentadas por el resentimiento y el medro político-ideológico, como hay decenas que se aferran, como a un clavo ardiendo, a los reclamos propagandísticos de zapatones cuyo uso bastaría para embellecernos y adelgazarnos o de píldoras mágicas (“la fuente de la eterna juventud”) que curan lo mismo la hipertensión que la diabetes y el cáncer.

Aunque dudo mucho que esa fuese la intención del inflado columnista debo agradecerle la revelación. Ya sé cómo son esas “malditas mentiras” de las que hablaba Mark Twain.

domingo, 24 de octubre de 2010

Liquidez y oportunidades

Es cierto que la liquidez que inunda hoy a varias economías emergentes implica riesgos y representa un desafío para las autoridades financieras de dichas economías.

También es justificado el escepticismo de quienes piensan que, para el caso de los Estados Unidos, una segunda ronda de relajamiento monetario – a través de nuevas compras que haría el sistema de bancos de la Reserva Federal de bonos del Tesoro estadounidense – no dará los resultados esperados, porque “una cosa es llevar el caballo al río y otra, mucho más difícil, hacer que el caballo beba”.

Pero igualmente cierto es que para los agentes económicos en los países emergentes que están siendo inundados de liquidez, la situación representa una oportunidad formidable, tal vez única, para obtener en condiciones inmejorables – en términos de costo – el capital que requieren muchos emprendimientos productivos, que de otra forma quedarían en eso: sólo en proyectos.

La clave para que la oportunidad no se convierta con el paso del tiempo en un desastre, sino en una historia de éxito, es que tales emprendimientos de veras signifiquen la creación de valor agregado y representen mejoras tangibles en la productividad.

Detrás de esto hay, desde luego, varias condiciones: que funcionen bien los mercados de capitales en dichas economías emergentes, que se respeten los derechos de propiedad intelectual, que se despolitice de una vez por todas el gran tema de las reformas de segunda generación, pensadas precisamente para desatar la productividad y no para inhibirla.

Pretextos para volver a fallar ante una nueva oportunidad de despegue no faltan. Uno de los pretextos más paralizantes es una suerte de pesimismo fatalista que acompaña muchas de las observaciones de los críticos consuetudinarios. Además de abrumar al paciente (a nuestras economías) con diagnósticos, esa cauda de lamentaciones nos hace perder la concentración en lo verdaderamente importante: crear valor, generar riqueza. Si se me permite la humorada, diría que estamos tan obsesionados en exhibir nuestras carencias que ya se nos olvidó por qué y para qué deseábamos remediarlas. Más aún, parecería que nos refocilamos en advertir los obstáculos y en agigantar los riesgos.

Todo ello abona, en un círculo vicioso lamentable, nuevas lamentaciones (“¿ya vieron como tuve razón en ser pesimista?”) y va solidificando la convicción, totalmente falsa, de que las cosas no tienen remedio.
Los lamentos cotidianos, a su vez, se nutren con delirios de grandeza: el pesimismo no es específico, sino totalizador. No nos conformamos con censurar lo más próximo e inmediato, sino que adornamos nuestras afiladas y despiadadas críticas con una visión más que panorámica, cósmica (y cómica), universal y absoluta.

Las oportunidades, con todo y sus riesgos, ahí están. Aprovechar la extraordinaria liquidez que ha empezado a venírsenos encima depende de que sepamos actuar con pragmatismo. No arreglaremos todos los problemas del país, no erradicaremos la pobreza ancestral, simplemente eso no está en nuestras manos. Lo que sí podemos hacer es añadir valor, vincular nuestras capacidades con los recursos disponibles.

Lo podemos hacer hoy mismo.

¿O el problema, el verdadero problema, es que no queremos hacerlo?, ¿será que la lamentación cotidiana no sólo se nos ha vuelto hábito, sino medio de vida, zona de comodidad a la que no estamos dispuestos a renunciar?

domingo, 17 de octubre de 2010

¿Hay “inundaciones” financieras provechosas?

Estamos en vísperas de presenciar una insólita operación de política monetaria para la cual los estrategas del sistema de Bancos de la Reserva Federal de los Estados Unidos (FED), encabezados por Ben Bernanke, ya se han empezado a disfrazar de ingenieros hidráulicos.

Se trata de inundar de liquidez, ¡más aún!, a la economía de ese país y del mundo, y de cruzar los dedos para que esta apertura deliberada de las compuertas obtenga los resultados anhelados: reanimar el ánimo de los consumidores por gastar, imbuir confianza (¿o temeridad?) en el talante de familias y empresas todavía endeudadas y hoy reticentes a gastar o a invertir en emprendimientos productivos, generar en los espíritus una emoción que semeja la prosperidad y que llaman “efecto riqueza”. Como resultado de todo ello se desea abatir significativamente la tasa de desempleo en Estados Unidos y en otras economías desarrolladas y que la actividad económica mundial recobre tasas de crecimiento menos desabridas que las de hoy.

Todo esto recibe el nombre clave de QE2, que quiere decir “quantitative easing two” o segunda ronda de estímulos monetarios, vía compras multibillonarias de bonos del Tesoro de Estados Unidos para engrosar, ¡más aún!, el balance del FED y, con ello, hacer descender las tasas de los bonos a largo plazo (digamos entre 0.13 y 0.20 puntos porcentuales respecto del actual rendimiento de los bonos del Tesoro a diez años, que es hoy de alrededor de 2.42%), despertar el apetito de los inversionistas por activos financieros más arriesgados pero más prometedores (por ejemplo: acciones, productos derivados, bonos perpetuos, entre muchos otros), entusiasmar a los capitalistas que suelen asociarse con los creativos inventores en la explotación de nuevos negocios a partir de hallazgos y saltos tecnológicos para que lo hagan de nuevo, generar una oleada de “efecto riqueza” (no hay nada como sentir la cartera llenita en un inmenso centro comercial) y salir, por fin, de la afición depresiva que aún agobia a tantos…

¡Caray! Preguntan los escépticos: ¿No le están pidiendo demasiados beneficios a una inundación y desdeñando sus riesgos y sus daños?, ¿no estarán jugando al aprendiz de brujo?

Nadie lo sabe a ciencia cierta. Mientras tanto, el solo anuncio de que el FED está preparado para proveer los estímulos que se requieran con tal de levantar los espíritus caídos, anuncio que se dio el 21 de septiembre, ya ha generado entusiasmos entre algunos, a la vez que está inundando de recursos inesperados (que en muchas ocasiones no encuentran “fácil acomodo”) a varias economías emergentes.

Otro efecto aún menos buscado – como los malestares que son secundarios a varios medicamentos- ha sido la revaluación no siempre bienvenida de varias divisas frente al dólar o - aún peor - tensiones y amagos de batallas entre divisas que podrían conducir a nefastas guerritas comerciales; ya se sabe: el yuan chino por estar “subvaluado” es el chivo expiatorio, divisa que tantos disgustos les causa a los vociferantes legisladores estadounidenses; aun cuando la baratura de las mercancías chinas la agradezcan muchos consumidores, también de Estados Unidos.

Provocar inundaciones es un negocio de alto riesgo, pero a Bernanke y a la mayoría de los miembros del Comité de Mercado Abierto del FED les asustan aún más los espectros del estancamiento, del desempleo elevado y hasta, ¡Lord Keynes nos libre!, de la deflación. ¿Funcionará?

sábado, 9 de octubre de 2010

“Mi” conversación en La Catedral

Sigo feliz y asombrado.

Feliz, porque la Academia Sueca ha premiado este año, ¡por fin!, a quien pudiese ser, a mi juicio, el más grande novelista en lengua española del siglo XX; grande entre grandes, por cierto.

Asombrado, porque llegué a estar convencido de que estas cosas no sucedían en el mundo real. Me parecía impensable que en estos tiempos de corrección política a ultranza los académicos suecos – que en el pasado han demostrado ser insufriblemente cuidadosos para no perturbar ni conciencias ni delicados balances geopolíticos al otorgar el Nobel de Literatura – galardonasen a un verdadero liberal que importuna con sus críticas afiladas a muchos de los ídolos lo mismo de la izquierda exquisita que de la izquierda vulgar y estridente. Pero lo han hecho. Enhorabuena. Ese premio se honra más reconociendo a Vargas Llosa que Vargas Llosa recibiéndolo.

Vargas Llosa me inició, con “Conversación en La Catedral”, la mejor novela del siglo XX en español, en el hábito fatigoso y fascinante de estudiar y amar el arte que los grandes narradores del siglo XIX (Balzac, Dickens, Flaubert, Dostoievski) parecían haber llevado a su límite. Vargas Llosa abrevó, como toda una generación latinoamericana de escritores, en William Faulkner, y resultó el mejor alumno de todo el grupo, al grado de que podría decirse que superó al maestro.

Lo propio de Vargas Llosa no es el destello genial y efímero, deslumbrante, tan frecuente en América Latina, sino la destreza técnica destilada con horas de trabajo y dedicación, de estudio amoroso del arte de narrar. La primera lectura de las grandes obras de Vargas Llosa (esas novelas totalizadoras, como Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo) se disfruta como se paladea un día pletórico de emociones, inolvidable. Pero las siguientes lecturas deparan riquezas aún mayores: el lector empieza a encontrar las claves narrativas, vislumbra los planos en el taller del artesano, comienza a entender el diseño del conjunto y se asombra de nuevo ante el cuidado trabajo detrás de cada historia entretejida con maestría. Ante el inteligente manejo del tiempo y el espacio, así como ante lo que debe haber sido una infatigable y perseverante búsqueda de la palabra precisa y del tono justo. Todo para que esa hermosa “verdad de las mentiras”, que es la esencia de toda gran narración, fuese creíble, persuasiva, vívida.

Es de esa forma que Zavalita, el negro Ambrosio, Fermín Zavala, Cayo Bermúdez, “La Musa”, Becerrita, Carlitos y tantos más cobran categoría de personajes entrañables o detestables, de carne y hueso, que marcan indeleblemente nuestras vidas. A tal grado llega la verosimilitud de los personajes en las novelas de Vargas Llosa que, por ejemplo, Cayo Bermudez – el depravado y sórdido sujeto que se vuelve el poder real detrás del dictador Odría en la novela- pareciese ser el modelo que años después seguiría en el Perú un tipo abominable como Vladimiro Montesinos, sirviendo al régimen de Fujimori y sirviéndose de él. Dicho de otra forma: Montesinos parece la caricatura inverosímil del que ya hemos vuelto un sujeto real, Cayo Bermudez, tan verosímil como detestable.

Vargas Llosa cuida hasta el escrúpulo que ninguna de sus novelas incurra en el género panfletario. Deja que los personajes vivan y sean quienes son. Y hasta en eso Vargas Llosa muestra su talante profundamente liberal.

Felicidades.