viernes, 27 de agosto de 2010

Marcelo exhibe sus carencias

Quien carece de talento histriónico debe abstenerse de gestos teatrales, salvo que desee infligirse la pena del mayor ridículo.

Esto le sucedió hace unos días al señor Marcelo Ebrard, quien es conocido como jefe del gobierno de la deteriorada capital del país. Pretendiendo hacer una barata exhibición de entereza ante la adversidad, Ebrard tomó una rejilla de huevos (durante una exposición de proveedores de la industria del pan y de la pastelería) la mostró a las cámaras que diligentes lo siguen por doquier y exclamó fatuo: “Para que los vea Sandoval”.

Craso error. Ebrard exhibió varias de sus más inocultables carencias: No tiene ni una pizca de talento para ser actor, ni siquiera mediocre; tampoco le es dable presumir de hombría de bien o de entereza ante la adversidad cuando los atributos que vulgar y equívocamente se asocian a esas virtudes – los huevos en el uso más deleznable de los símbolos- los tuvo que tomar prestados; mucho menos su biografía, plagada de episodios que más bien parecen exhibir cobardías, dobleces y genuflexiones serviles, se conduele con la integridad moral que es la única prenda que valdría la pena mostrar ante la opinión pública cuado uno alega, como es el caso de Ebrard, que su buena fama y reputación han sido mancilladas por un lenguaraz.

Asociar unos huevos al valor o a la entereza es un insulto soez a la condición igualitaria – desde el punto de vista moral y jurídico- de los sexos; majadería que agravia doblemente a las mujeres.

Ya se sabe que el funcionario – afecto como tantos políticos a la teatralidad y la farsa- está empeñado en una rencilla personal con otro personaje de histrionismo vulgar y desagradable que, por desgracia, es jerarca de la Iglesia Católica.

Lo único rescatable, en medio de ese pantano moral, era que al menos uno de los contendientes, Ebrard, hubiese atinado a exigir una disculpa pública del agresor verbal. Quien acusa debe probar y punto. Y si no es capaz de probar sus dichos lo que procede es lamentar públicamente tan grave error y reparar en lo que se pueda el daño causado. Era rescatable que en lugar de un intercambio de majaderías Ebrard hubiese apelado a los mecanismos legales que, de forma muy endeble por cierto, buscan sancionar conductas delictivas, como son la difamación y la calumnia. Era, hasta que a Ebrard le ganó la teatralidad… y lo alcanzó su propia historia.

Esto último – la historia propia nos persigue por doquier, al igual que la nube de cámaras y micrófonos persigue a los políticos- se le ha olvidado a Ebrard.

Se le olvidó que él calumnió en 2006 a un centenar de escritores e intelectuales insinuando que habían recibido dinero para engrosar sus carteras a cambio de reconocer el triunfo de Felipe Calderón en la contienda electoral por la Presidencia de la República.

Se le olvidó que él, como jefe de la policía en la capital, mostró una atroz ineptitud y un abominable desprecio por la vida del prójimo, durante el linchamiento de tres agentes federales en Tláhuac.

Se le olvidó que se mostró omiso y cobarde para defender a una mujer, Elena Poniatowska, cuando el llamado subcomandante Marcos exigió, el 9 de mayo de 2006, que la escritora abandonase de inmediato un mitin que el tal Marcos presidiría en el Zócalo de la ciudad de México.

La reciente exhibición de Ebrard entraña – por lo menos- una gran justicia poética: Mostró que eso, lo que la vulgaridad populachera asocia a los huevos, es precisamente de lo que carece.

viernes, 20 de agosto de 2010

¿Pesimistas o embriagados?

“Cuando era niño, por ahí andaban corriendo dos hombres raros, a quienes llamaban optimista y pesimista”.

Así empieza el capítulo V de “Ortodoxia” de G. K. Chesterton. El genial escritor inglés no toma partido ni por uno, el pesimista, ni por otro, el optimista. Prefiere revelarnos un rosario de paradojas respecto de esos dos singulares personajes de los cuales con gran frecuencia nos formamos una impresión grotesca. Como si el pesimista fuese aquél que cree que todo en el cosmos está mal, excepto él mismo, y el optimista fuese un palurdo que cree que todo está absolutamente bien, lo cual es tan ridículo como creer que todas las cosas del mundo están siempre del lado derecho.
El punto al que quiere llegar Chesterton convocando a esos dos “hombres raros” es que tan insano e insensato es llevar el pesimismo hasta la desesperación: “no hay nada que hacer, esto no tiene remedio”; como lo es llevar el optimismo hasta el más estúpido conformismo: “no hay nada que hacer porque todo es maravilloso”.

Hice cierta mofa aquí de la moda del pesimismo en tonos pastel que pareció invadir, de súbito, a muchos escrutadores del panorama económico mundial y local. La crítica a esa moda no fue por ser una moda pesimista, sino por ser simplemente una moda, una frivolidad más, y no un análisis objetivo. Sobrio.

No es lo mismo atisbar y anunciar un nuevo desplome de la economía mundial con un par de datos aislados, que dejar constancia de que hay claros y oscuros en la recuperación de la economía. La economía se recupera, en Estados Unidos específicamente, a un ritmo mucho menor del que desearíamos y de una forma muy distinta – con mucha menor generación de empleos- de aquella que los profetas de los estímulos keynesianos nos prometieron. Los empleos que en los últimos tres meses se han perdido en ese país han sido en el sector público y se habían creado, temporal y artificiosamente, justo amparados en el gasto gubernamental deficitario.

Critico tal moda del pesimismo en tonos pastel porque se ha vuelto pretexto para recetar más de lo mismo que, ya lo vimos, no sirvió: “estímulos” keynesianos de carácter fiscal o monetario. En realidad necesitamos más Schumpeter y menos Keynes. Más destrucción creativa (incluida la destrucción de empleos ruinosos que consumen más de lo que producen) y menos empujones artificiosos a la demanda.

El jueves pasado la Oficina del Congreso de Estados Unidos encargada de vigilar el Presupuesto (CBO, Congressional Budget Office) hizo una advertencia más en ese sentido: el principal obstáculo para la recuperación sostenible de la economía es el descomunal déficit de las finanzas públicas. No se trata, por tanto, de renovar los recortes de impuestos recetados por George W. Bush en su momento, al “ahí se va” y como mala copia de los recortes de impuestos que instrumentó Ronald Reagan. No se trata, tampoco, de inflar aún más el gasto gubernamental con la falaz esperanza de que la abundancia de dinero devaluado entusiasmará tanto a los consumidores que estos gastarán lo que no tienen o que convencerá a los endeudados de que hay que seguirle dando vuelo a la hilacha, “comamos y bebamos, que mañana moriremos”.

Critico, en fin, esa moda pesimista – “fresa”, por eso lo de los tonos pastel- que insiste: “Las cosas están tan mal, que mejor nos seguimos embriagando, ¡venga la siguiente ronda!”.

viernes, 13 de agosto de 2010

Pesimismo en tonos pastel

Lo que se está llevando este verano es el pesimismo en tonos pastel, con ribetes de catástrofe. Y eso amerita otra ronda de tragos. Me explico.

El comandante Fidel Castro celebra su cumpleaños despachándose en dos páginas y media del periódico suyo, de él y de nadie más, llamado “Granma”, el vaticinio de una hecatombe nuclear. ¿Será que nos está advirtiendo –pregunta con sorna Yoani Sánchez, valerosa y admirable periodista cubana- que una vez que Fidel acabe de morir (lo que se antoja inminente) la vida dejará de valer la pena para los que acaso nos quedemos aquí, en esta tierra desolada, que será valle de lágrimas sin la luminosa presencia del anciano déspota?

Pero no sólo es Castro el que ve en la noche (y de trasluz como reza la canción) fantasmas atroces, también se ha puesto de moda el pesimismo entre las legiones de pronosticadores instantáneos. Un columnista de negocios mexicano titulaba sus reflexiones: “La recaída” y espigaba dos o tres datos – nada concluyentes, todo hay que decirlo- para confirmar que “los temores de los expertos respecto a una nueva debilidad de la economía norteamericana están confirmándose”. Supongo que al leer esta confirmación en la prensa mexicana dichos expertos, no identificados, habrán sentido alivio: no se equivocaron.

Anoto, sólo por llevar la contraria, que hay una diferencia nada sutil entre recuperarse de una enfermedad más lentamente de lo que se desearía y sufrir una recaída, pero el columnista citado no se pierde en lo que deben parecerle minucias lingüísticas.

El banco de la Reserva Federal en los Estados Unidos anunció el miércoles que comprará los bonos del Tesoro necesarios para que no se reduzca su balance; esto, traducido a la lengua de los mortales, significa que se mantendrá por mucho más tiempo la tónica del “dinero fácil”. Lo interesante del comunicado de la Reserva Federal es que la razón para sostener dicha estrategia de QE (por “Quantitative Easing” o relajamiento cuantitativo) es que el propio banco central detecta que la recuperación de la economía en ese país se da a un ritmo más lento del esperado y que las cifras de empleo son muy tristes. Pero aun cuando los integrantes del Comité de Mercado Abierto de la Reserva se sumaron – todos menos uno- a la moda del pesimismo en tonos pastel, los predicadores de catástrofes no quedaron satisfechos: quieren otra ronda de tragos a cargo de Ben Bernanke, presidente de la Reserva.

Esa nueva ronda de tragos habría que llamarla QE 2, esto es: desean que la banca central adquiera aún más activos financieros de dudosa reputación para que llegue el momento dichoso en que el valor de los activos se conduela con el valor monetario de las deudas.

Advierto que una nueva ronda de bebidas QE 2 no es una estratagema novedosa, se conocía antaño como recurrir a un proceso de inflación deliberada para amortizar, en forma acelerada y tramposa, las deudas. Pero ya dije que sólo hago tales advertencias por llevarle la contraria a los líderes de la moda.

Desde cierto punto de vista, el del borrachín, esta moda del pesimismo en tonos pastel con ribetes de catástrofe tiene sus ventajas inocultables: permite que la barra libre siga abierta por más horas.

La duda es: ¿quién nos va a conducir a casa cuando ya estemos todos absolutamente ebrios?, o ¿acaso llegará primero la hecatombe nuclear que anuncia el más decrépito de los hermanitos Castro?

viernes, 6 de agosto de 2010

La mano peluda del gobierno

Uno de los grandes peligros ocultos que nos ha quedado como saldo de la crisis global ha sido cierta reivindicación – frente a la opinión pública- del intervencionismo gubernamental en la economía.

Se trata de una reivindicación retórica que abruma pero que es totalmente injustificada. Más aún, un análisis objetivo de los factores que gestaron esta crisis, así como un análisis de su evolución muestran exactamente lo contrario: el voluntarismo de gobiernos y autoridades, ayudado por grandes dosis de discrecionalidad no exenta de arrogancia, propició la crisis y la agravó fatalmente.

Basta recordar el fatídico 15 de septiembre de 2008 cuando las autoridades del Tesoro de Estados Unidos dejaron quebrar a Lehman después de haber salvado, meses antes, a otros bancos de inversión y justo la víspera de hacer un rescate multimillonario, con fondos públicos, de la gigantesca aseguradora AIG, por no hablar del rescate ruinoso de esas entidades híbridas casi gubernamentales que son Fannie Mae y Freddie Mac.

La jaculatoria que se invoca a diestra y siniestra, sin mayor análisis, es la del fracaso de la dictadura del mercado y de la autorregulación de los mercados. Dicho coloquialmente, la nueva consigna es: “Muera la mano invisible que mueve a los mercados, ¡que viva la garra peluda de los gobiernos!”. Por doquier se aferran, como a un clavo que arde, a la presunción de que “el mercado falló ostensiblemente; es la hora de la revancha intervencionista”.

Sin embargo, la odiosa “dictadura del mercado” sigue funcionando a despecho de toda esta retórica que desempolvó y sacó de los armarios las versiones más adocenadas de las ideas de Lord Keynes. Así, los mercados financieros simplemente dejaron de aceptar deuda soberana de Grecia o de otros países de la llamada “Europa periférica” y no quedó más remedio que ajustarse a ese dictado o morir en el intento de oponérsele.

Y eso está bien. Porque los mercados no son otra cosa que la resultante de las voluntades (más o menos informadas, más o menos acertadas, pero libres) de millones de personas de carne y hueso desperdigadas por todo el planeta a las cuales no hay poder humano que pueda coordinar o manipular.

Así es y así seguirá siendo. Es, en tal sentido, que más que fallas de los mercados hay fallas de aquellos, arrogantes o ilusos, que pretenden saber mejor que millones de personas lo que quieren esos millones de personas. Y esos ilusos o arrogantes, con frecuencia inspirados en la mejor de las intenciones, suelen ser los gobiernos y sus burocracias.

Encuentro más que iluso a Barack Obama cuando dice, en un inusitado tono de nacionalismo populista, que la industria automotriz de Estados Unidos será muy pronto, y otra vez, la industria líder mundial. Supone el presidente de los Estados Unidos que al influjo de su buena voluntad y de varios miles de millones de dólares de los contribuyentes, los consumidores en todo el mundo correremos afanosos a comprar automóviles hechos en Michigan o en Illinois sólo por la dicha de poseer un vehículo caro e ineficiente.

También es iluso Obama cuando clama: “ya nos cansamos de comprarle a otros países, ahora queremos vender más”. Vender más no depende de voluntarismos; a Obama le habría bastado con ir a cualquier Wal Mart y ver qué compran sus compatriotas y tratar de averiguar por qué compran lo que compran. Ese es el mercado. Es un pertinaz “dictador”, pero funciona mejor que el gobierno.