sábado, 27 de marzo de 2010

La credibilidad perdida

La crisis griega está poniendo a prueba los liderazgos en Europa. Hasta el momento, la firmeza del gobierno alemán – encabezado por Ángela Merkel- exigiendo que el apoyo a Grecia sea la oportunidad para apostar por una mayor disciplina fiscal en todos los países de la Unión, ha dado frutos más tangibles, y creíbles para el público y para los mercados, que la retórica política que invocaba una etérea y bien intencionada “solidaridad” con Grecia en nombre de un romántico “europeísmo”.
Merkel ha conseguido no sólo que participe también el Fondo Monetario Internacional en el rescate a Grecia, lo que obligará a establecer parámetros más exigentes para los ajustes fiscales en ese país, sino también un acuerdo preliminar para establecer mecanismos más eficaces que eviten la indisciplina fiscal y el incumplimiento de los mínimos exigidos a todos los países miembros para pertenecer a la Unión. Incluso si para establecer dichos mecanismos tienen que renegociarse los tratados de Lisboa, algo que al parecer produce un inmenso fastidio, así como un gran miedo, a la burocracia premier de la Unión Europea.
Toda la florida y ampulosa retórica de Nicolás Sarkozy no sirvió para suavizar la posición alemana.
Detrás del episodio, se podría encontrar cierta lección acerca de la gran crisis que aflige a la mayoría de los gobiernos y de los líderes políticos en el mundo: Enfrentan el hastío de la mayoría del electorado, un escepticismo arraigado y más que justificado, un desencanto generalizado de la sociedad hacia las promesas, los halagos, las ofertas idílicas.
Y no lograrán recuperar la credibilidad perdida recurriendo a un ejército de encuestadores, especialistas en imagen y comunicación, redactores de discursos, maquillistas y cirujanos estéticos. Vaya, ni la inocultable belleza de Carla Bruni es suficiente. El problema es más profundo y, a la vez, más sencillo: Coherencia, consistencia entre lo que se dice y lo que se hace, honestidad intelectual para llamarle a las cosas por su nombre.
Merkel sabe que Europa hace años que perdió su fibra, sabe que hace años que el prometido “estado de bienestar”, en el que el Estado nos cuidaría de la cuna a la sepultura, produce insatisfacción y, visto en su conjunto, hace agua porque se ha tornado enormemente improductivo. Merkel sabe que no hay comidas gratis y tiene la honestidad intelectual de decírselo a los alemanes y a sus socios europeos. Tal vez sepa también que las burocracias internacionales suelen naufragar en la autocomplacencia y que los electores, así sea de una manera oscura, perciben cada vez más no sólo la inutilidad sino el tremendo desperdicio de recursos que implica mantener el tren de vida de esas burocracias premier multinacionales.
Por eso, Merkel vende mucho mejor la propuesta de “disciplina” que lo que vendió Sarkozy sus invocaciones a la “solidaridad” y a las soluciones mágicas e indoloras. Y esto, que es anatema para los consejeros áulicos de los políticos, aquellos que siempre recomiendan adular a los electores con ilusorias multiplicaciones de panes y peces, da resultado. ¿Por qué? Porque es creíble. Y es creíble porque corresponde a la realidad que día con día enfrentan esos electores. Una realidad en la que no hay “conquistas laborales intocables”, en la que no hay supersticiones “revolucionarias” que valgan, en la que no hay logro sin esfuerzo, en la que nadie recibe regalos a cambio de nada.

viernes, 19 de marzo de 2010

¿Romper el termómetro o combatir la fiebre?

Se dice que tener un nivel de colesterol total superior a 200 es desaconsejable y que llegar a niveles de colesterol total superiores a 240 significa un alto riesgo de sufrir un ataque cardíaco.

Bien, imaginemos que un presunto “analista de la salud” anuncia que los problemas que millones de personas en el mundo tienen por su colesterol alto tienen un remedio sencillo e inmediato. ¿Cuál? ¡Subir los umbrales a partir de los cuales deba considerarse riesgoso el colesterol total en la sangre!

Es un disparate, obvio. Pero hay quienes proponen, con gran solemnidad, disparates similares en el ámbito de la economía. Por ejemplo, elevar los objetivos de inflación que los bancos centrales buscan sería, para estos “genios”, un remedio instantáneo para que dichos bancos centrales cumpliesen sus objetivos sin incurrir en “costos significativos”.

Cito: “…los bancos centrales deberían tomar en cuenta distorsiones de mercado a fin de determinar sus objetivos inflacionarios apropiados” (Alfredo Coutiño, director para América Latina de Moody’s Economy.com). ¿Objetivos “apropiados” para qué? Deben ser apropiados para hacer chapuzas, porque para combatir la inflación es claro que no servirían tales objetivos veleidosos, cambiantes.

Esa sugerencia es equivalente a proclamar que un método adecuado para combatir la fiebre es romper los termómetros, o a decir que, al considerar la afición del paciente a los “bifes de chorizo”, a los mariscos y a los huevos estrellados, el paciente debería fijarse una meta “menos ambiciosa” para su colesterol total en sangre – digamos, de 350 a 400-; una meta “consistente con su realidad”.

Por supuesto que hay muchos factores – en todas las economías del mundo- que propician presiones inflacionarias y que no está en manos de los bancos centrales combatir con instrumentos de política monetaria: falta de competencia en los mercados, falsa apertura comercial, intervencionismo del Estado en la economía fijando precios o concertándolos, prácticas oligopólicas, choques de oferta…Pero la tarea de los bancos centrales es propiciar la estabilidad de los precios, no solapar las ineficiencias estructurales de una economía.

Supongamos, sin conceder, que en determinadas circunstancias una política monetaria responsable implica “costos” que algunos no desean pagar; si no se desea incurrir en tales “costos” háganse entonces las reformas estructurales que requiere esa economía, en lugar de proponer la irresponsabilidad monetaria como política. Si la fiebre es síntoma de una enfermedad estructural, ¿qué clase de médico es el que se limita a romper el termómetro en lugar de atacar la enfermedad que origina la fiebre?

Para seguir con la analogía: los bancos centrales combaten la fiebre (digamos que son antipiréticos); a los gobiernos, incluidos los legisladores, corresponde combatir la enfermedad de origen (con antibióticos, por ejemplo, si se trata de una infección bacteriana) y a los analistas debería corresponder hacer diagnósticos y proponer soluciones un poquito más serias que ésa de romper los termómetros.

Síntoma claro del subdesarrollo perpetuo: cuando la única diferencia entre un “experto” y un chapucero común es que el primero estudió un doctorado para aprender diez formas rebuscadas de decir “no se puede” y, así, no cumplir con su trabajo.

viernes, 12 de marzo de 2010

El sudoku de la economía mundial

Por cortesía del Gobernador del Banco de Inglaterra, Mervyn King, este sábado podemos jugar lo que él mismo bautizó como un sudoku para economistas.

La ocurrencia del sudoku para economistas la hizo pública King el pasado 19 de enero en la Universidad de Exeter, en un interesante discurso acerca de la crisis financiera y económica global 2008-2009 y de las “soluciones” para evitar una repetición de la calamidad (el discurso de King puede encontrarse en este vínculo).

¿De dónde surge este sudoku? Para King, en el origen de la crisis, amén de otras causas, está una “falla” del equilibrio global entre países que producen más de lo que consumen (China sería el mejor ejemplo) y países que consumen más de lo que producen (Estados Unidos sería el mejor ejemplo). En este juego de equilibrios inestables o estallidos inminentes (estas denominaciones son mías, no de King), los países ahorradores crecen a tasas muy altas gracias a que cada vez le venden más a los países deficitarios quienes, a su vez, pueden seguir comprando los productos de los países ahorradores gracias a que éstos últimos atesoran sus excedentes financieros prestándoles recursos, a tasas muy bajas, a los países deficitarios.

De ahí surge el sudoku para economistas: King construye una sencilla tabla de tres filas por tres columnas que contiene los datos para 2008, de demanda interna, saldo comercial neto y PIB para el mundo, dividido en dos conjuntos de países: Los de altas tasas de ahorro y los de bajas tasas de ahorro, así como los totales de las columnas. Tenemos entonces nueve datos interrelacionados.

El total del saldo comercial neto (dato de la segunda columna, tercera fila) debe ser siempre cero; la suma de los superávit de los ahorradores es siempre igual a la suma de los déficit de los consumidores. A su vez, los totales de demanda y de PIB (primera columna, tercera fila; tercera columna, tercera fila) siempre son iguales.

Dice King que si ambos grupos de países quieren incrementar su PIB para lograr el “pleno empleo” y el grupo de ahorradores mantiene su objetivo de superávit comercial, es imposible que el grupo de consumidores disminuya su condición deficitaria.

El sudoku funciona por ese cero forzoso en el saldo comercial global. Fréderic Bastiat en el siglo XIX mostró la estupidez de la obsesión por los superávit comerciales: la única forma en la que todos los países pudiesen tenerlos al mismo tiempo sería destinar las “exportaciones” al fondo del océano.

Es fácil decir que “la solución” sería que los países deficitarios (cigarras) empiecen a consumir menos y ahorrar más, a la vez que los países ahorradores (hormigas) empiecen a consumir más y ahorren menos.

Lo que ya no es tan fácil es que todas las partes accedan a ello. Por eso King señala que, más que de técnica económica, la solución al problema parece ser de arte político entre las naciones.

Para los países ahorradores disminuir sus saldos superavitarios significa frenar su crecimiento o encontrar un modelo fincado en un mayor consumo interno que les permita crecer a las mismas tasas, pero ¿por qué cambiar y correr el riesgo, pienso en China, lo que al parecer les ha funcionado de maravilla?

Sin embargo, para Europa o Estados Unidos el cambio “en la dinámica del juego” es obligado. Sudoku o no, tenemos un serio problema.

El otro Zapata, innombrable

Ahora la versión oficial de las autoridades es que Zapata era un delincuente común, poco menos que basura.

No, no estoy hablando, estimado lector, de Emiliano Zapata, el mexicano, sino de Orlando Zapata, un albañil cubano cuya muerte ha dejado en situación más que incómoda a quienes siguen fingiendo que en Cuba hay un gobierno democrático, libertades irrestrictas, respeto de los derechos humanos y alguna traza de bienestar para la mayoría de la población.

Orlando Zapata murió tras una huelga de hambre demandando mejor trato y libertad para los presos políticos en Cuba – conjunto numeroso del que Orlando Zapata formaba parte. Esos maestros del fingimiento, políticos y negociantes que en Hispanoamérica son legión, le negaron incluso la limosna de una tibia protesta ante la dictadura cubana.

Ahora los hermanos Fidel y Raúl Castro motejan a Orlando Zapata de delincuente común y propalan la patraña de que fue apapachado, tratado con afecto y humanitarismo, en las “impecables” cárceles cubanas. Es una versión nauseabunda como suelen ser las versiones fabricadas por las tiranías. Pero es una versión muy conveniente. La que conviene a muchos gobiernos hispanoamericanos que le hacen la corte a los ancianos hermanos Castro, la que conviene a los “empresarios” que hacen jugosos negocios en la isla y con el gobierno de los Castro, la que conviene a los jacarandosos turistas que por unos cuantos dólares o pesos hacen el viaje a la Habana para pasársela “bomba”…

Calificar sin más de delincuente común a Zapata es conveniente para muchos. Por eso, también, este Zapata, de oficio albañil y preso por sus ideas y por demandar tan sólo respeto a sus libertades, no ha generado en México una oleada de “zapatistas” vehementes que protesten y que ganen grandes espacios en los medios de comunicación. Este Zapata es innombrable. Incomodísimo.

Sin embargo, ni siquiera la dictadura de los Castro será eterna. Llegará el día en que para hacer negocios en Cuba y con Cuba ya no tenga uno que fingir que Fidel y Raúl Castro fueron unos líderes democráticos y visionarios, llegará el día en que viajar a Cuba no signifique hacer como que se ignora que la mayor parte de nuestros dólares y de nuestros pesos gastados en las vacaciones sirvieron para alimentar las fauces de la dictadura, llegará el día en que condenar la opresión comunista de los Castro en Cuba no será mal visto, sino obligado. Llegará el día en que a los cobardes gobernantes de varios países de América ya no les dará pavor tener contacto con un disidente cubano, como hoy les pasa, porque eso puede provocar la ira y la venganza legendarias del anciano Fidel Castro. ¡Qué miedo!

Llegará ese día y sabremos, porque “hasta por los cierres más pétreos se acaba filtrando el agua inquieta de las noticias” (Carlos Herrera), todas las iniquidades y cobardías de quienes, por acción o por omisión, apuntalaron la maquinaria de terror y envilecimiento montada por Fidel Castro y sus paniaguados desde hace unos 50 años. Se recordarán con asco ese día los nombres de quienes callaron, por conveniencia política, por interés de negocios inconfesables, o porque simplemente son unos tipitos pusilánimes, los crímenes que conocieron y que tenían la obligación moral (como líderes políticos, como gobernantes electos democráticamente, como negociantes que presumen tener algún resto de ética, ¡como seres humanos!) de denunciar y de condenar.

La historia no perdona.

La realidad, esa disciplina

El economista español Pedro Schwartz explica muy bien la incomodidad que ahora siente su país a causa del Euro en cinco palabras:
“El Euro es una disciplina”.
Y ya puedo escuchar, en mi imaginación claro, a mi amigo Manolo: “¡Acabáramos, macho!, ¡por eso el Euro es tan incómodo!”. Pues sí, Manolo, eso de la disciplina es la mar de incómodo. Tan incómodo como que haya quien no te quiera pagar un salario si no trabajas por él; digo, ¿qué no les basta la buena voluntad ni el consabido rollito de que “trato de hacer mi mejor esfuerzo”?

Es una monserga eso de la disciplina. Y lo peor es que por donde quiera que vayas te la encuentras. Para terminar pronto (“acabáramos Manolo”), que la realidad todita, con su terquedad, es una disciplina.

Lo bueno es que para combatir esa omnipresencia disciplinante, ese tormento, existe la casta de los políticos. ¡Benditos sean!

Los políticos tienen la habilidad prodigiosa de proponernos maravillas que superan al parto sin dolor o a ganarse el premio gordo de la lotería de Burkina Faso por Internet, en un abrir y cerrar de ojos. Los políticos van más lejos porque ven más lejos. Visionarios, les dicen. Como decía un amigo mío que se la vivía delirando: “A un buen político jamás lo ciega la realidad”. Y no, ¿cómo los va cegar la realidad, si ellos se la viven deslumbrándonos con fantasías que sólo ellos hacen verosímiles? Y se ponen muy serios al mostrárnoslas y nos juran que se trata de asuntos bien meditados, ponderados con sabiduría. Una delicia que es oír a esos señores y a esas señoras.

Otro amigo asegura que la política es el arte de distribuir pasteles que otros han horneado – o de formarse el primero en la fila a la hora que reparten los pasteles ajenos-, y que dicho arte alcanza dimensiones sublimes cuando el político logra distribuir pasteles que nadie ha horneado.

Hubo una vez en algún país pintoresco en el cual se consideraba un punto de honor regocijarse en la indisciplina – lo que es tanto como desafiar a toda hora a la realidad – un político renombrado que derrochaba genialidad para repartir pasteles ilusorios pero deliciosos. Un día entregaba escrituras, papeles con sellos multicolores que garantizaban, alabado sea el personaje, a cientos de familias miserables que por fin tendrían su terrenito y, con él, su linda casita con hermosos geranios en las cornisas de las ventanas. Un sueño. Y el político ordenaba a los camarógrafos: “No me tomen con la cámara a mí; tómenlos a ellos, a los beneficiados que levantan en su mano el anhelado documento. ¡A ellos, no a mí!” insistía con su voz aguda, inconfundible.

Pero todo por servir se acaba, llega la disciplina, la terca realidad, y desvanece el sueño. Hoy (me cuentan) esos terrenitos están anegados en aguas pestilentes, son un asco insufrible; los que se soñaron colonos felices viven hacinados, no una, ni dos, sino cuatro o cinco familias, peleándose el piso de fango y el techo de lámina; exigiendo “apoyos” de los gobiernos que siempre se antojarán mezquinos.

Aquél político ya perdió el toque. El tiempo, implacable disciplina, también cobró en él su cuota. Hoy se alquila para invitado en bodas que aspiren a ser rumbosas y, como la necesidad de reflectores es apremiante, también se alquila para hacer declaraciones estruendosas y ridículas. Lo que sea para salir, ahora sí, en la foto.

En fin, Manolo, a ver si lo entiendes: Que el Euro es una disciplina. Como la vida.

Grecia y el euro, fascinante tragedia

Hay tragedias griegas que, sin ser clásicas, pueden ser muy didácticas. En el sentido coloquial que le damos al término, lo que hoy sucede con la economía griega y con el euro es una tragedia.

Para muchos economistas brillantes, Grecia – y en cierta medida España, Portugal, Irlanda y tal vez Italia- comprueban diez años después que ellos, economistas brillantes, estaban profundamente equivocados. En lugar de celebrar, como lo hicieron hace diez años, la conformación de la primera gran “zona monetaria óptima” (la denominación es del economista Robert Mundell, premio Nobel de Economía de 1999) con la adopción del euro como moneda común de (casi) toda la Unión Europea, debieron lamentarlo.

En lugar de criticar entonces a “la pérfida Albión” (ése es el apodo clásico para la Gran Bretaña) por rehusase unirse al euro y a sus festejos, debieron entender la proverbial prudencia de los políticos británicos, bien aconsejados por cierto por el Banco de Inglaterra.

Algo así nos dicen ahora.

Tomemos el caso de Samuel Brittan quien escribió ayer viernes en The Financial Times (periódico que ha recogido por más de 30 años sus brillantes colaboraciones) algo que suena mucho a un arrepentimiento. La “debilidad-falsedad” de una economía no puede esconderse por siempre; lo acabamos de ver con toda claridad en Grecia y, en gran medida, también en España; por más que los gobiernos de algunos países parezcan embrujar a todos con su labia políticamente correcta, su encanto y sus calculadas dosis de populismo. Tras constatar esto, Brittan llega al meollo del error: Por décadas los economistas han hablado de “zonas monetarias óptimas” y usan con frecuencia, al hablar de ello, la palabra mágica: “convergencia”. Pero advierte: “la convergencia que cuenta es la de los costos internos del país”, esto es: la productividad total de sus factores de producción (añadido mío). Y concluye: “El error que cometí fue suponer que una unión monetaria por sí misma puede influir lo suficiente para lograr esa convergencia”. La convergencia que de veras importa: la de la productividad.

Tiene absoluta razón Brittan. Por duro que resulte admitirlo, los trucos monetarios no funcionan. Los trucos monetarios no hacen la tarea de las reformas estructurales. Dura, trágicamente, parecía haberlo aprendido Argentina cuando se derrumbó la famosa convertibilidad (una caja de conversión automática uno a uno entre peso argentino y dólar estadounidense) que se había inventado, como un gran mago hay que reconocerlo, Domingo Cavallo convencido de que ello obligaría a los políticos a ser responsables, a tener a raya las cuentas fiscales y a emprender las reformas necesarias para volverse de veras un país más productivo; empezando por la reforma laboral. Pamplinas. Lo dramático en Argentina es que los políticos siguen sin aprender (pero ésa, la enfermedad peronista, es otra historia).

La única “zona monetaria óptima” que funciona bien se llama Estados Unidos de Norteamérica. Pero pretender que los políticos griegos se resignen ahora a tener el mismo control macroeconómico sobre “su país” que el control que tiene el estado de Ohio sobre la macroeconomía de Estados Unidos resulta imposible.

Esa es la nueva tragedia griega: La Unión Europea se podrá poner muy dura con Grecia, pero al final sospecho que los políticos locales – amantes de los trucos, como suelen ser los políticos en todas partes- se saldrán con la suya.

Podríamos aprender de España

¿México debe verse reflejado en la terrible crisis económica, política y social que aflige hoy a España?

No y sí. Empecemos por lo que nos distingue: 1. No tenemos un escalofriante déficit fiscal, 2. Disfrutamos de las ventajas de la soberanía monetaria, cuando dicha soberanía está bien servida por una política monetaria prudente, 3. En parte como consecuencia de lo anterior, nuestro desempleo es notablemente más bajo que el escalofriante “paro” español, y 4. Nuestro principal motor de crecimiento es la demanda en Estados Unidos que es, pese a los devaneos y frivolidades de sus políticos (allá también), una de las economías más flexibles del mundo, con una sorprendente capacidad de recuperación, gracias al espíritu emprendedor y a la movilidad laboral a lo largo y ancho de ese país; el estadounidense medio se desplaza sin remilgos ahí a donde encuentra las mejores oportunidades. Pese a sus grandes diferencias, los 52 estados de la Unión Americana tienen la misma moneda. No hay problema por eso, ya que en toda la Unión hay plena movilidad y flexibilidad laboral.

Hasta ahí las diferencias sustantivas, respecto de España, que permiten a México vislumbrar mejores perspectivas.

Ahora, vayamos a las semejanzas porque ahí se encierran lecciones valiosas: 1. Ambos países padecemos una legislación laboral tan rígida e improductiva que desalienta al más valiente de los emprendedores, 2. Ambos países, y en esto México está peor que España, sufrimos de un agobiante intervencionismo en mercados y en áreas cruciales de la economía; tal intervencionismo lo mismo es producto de monopolios gubernamentales cada día menos manejables (en México, los energéticos) que de sectores en los cuales la libre competencia es una entelequia, y 3. Ambos países penamos a causa de una clase política estrecha de miras, cobarde, ávida de rentas electorales y profundamente anti-liberal, ya sea de derecha o de izquierda.

Hoy queda claro que en España fracasó la apuesta de que la incorporación al sistema monetario europeo bastaría para sacudir a la clase política y la obligaría a realizar las reformas estructurales indispensables, empezando por una reforma laboral que flexibilizara de veras los despidos y, con ellos, las contrataciones. Los pocos españoles que dijeron en su momento: “Primero las reformas completas; después la integración”, tenían razón.

La integración dio a los españoles abundancia de crédito, tasas de interés bajas y mayor movilidad de bienes en el mercado común, pero los políticos no hicieron la tarea. Ahora, urge hacerla. Y es una tarea de sangre, sudor y lágrimas. Grecia, cuya economía es unas cinco veces más pequeña que la de España, podrá acaso ser rescatada por la Unión Europea. España, no. Es demasiado grande.

La intoxicación ideológica que alimenta el “izquierdismo patético” del gobierno de Zapatero lo incapacita para la tarea: Sabe gastar mucho y mal; amén de fomentar el encono. No más. Tampoco los gobiernos conservadores, Aznar, hicieron en su momento sus deberes; al llegar a la asignatura de la reforma laboral se asustaron a sí mismos. Típico de algunos conservadores que conocemos también en México: Le temen como a la peste a que les digan “neoliberales desalmados”. Anhelan en vano, en México y en España, que “la izquierda” les guiña un ojo, los invite a su fiesta y les perdone la vida. Así no se puede.

Lecciones para nosotros las hay, sin duda.